Page 651 - El Señor de los Anillos
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—¡Aja! —dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te tiene a mal traer? Vamos,
      Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor, aquel que Sam solía citar: No te
      entrometas en asuntos de magos, que son gente astuta e irascible.
        —Pero  si  desde  hace  meses  y  meses  no  hacemos  otra  cosa  que
      entrometernos  en  asuntos  de  magos  —dijo  Pippin—.  Además  del  peligro,  me
      gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.
        —¡Duérmete de una vez! —dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde o temprano.
      Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad a un Brandigamo; ¿pero te
      parece el momento oportuno?
        —¡Está  bien!  ¿Pero  qué  hay  de  malo  en  que  te  cuente  lo  que  a  mí  me
      gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo
      Gandalf sentado encima, como una gallina sobre un huevo. Pero no me ayuda
      mucho no oírte decir otra cosa que no-puedes-así-que-duérmete-de-una-vez.
        —Bueno ¿qué  más  podría  decirte? —dijo Merry—.  Lo  siento,  Pippin, pero
      tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del
      desayuno y te ayudaré tanto como pueda a sonsacarle información a los magos.
      Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la
      boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!
      Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir;
      y ni siquiera parecía alentarlo la suave y acompasada respiración de Merry, que
      se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El
      recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin
      volvía a sentir el peso en las manos y volvía a ver los misteriosos abismos rojos
      que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.
        Por  último,  no  aguanto  más.  Se  levantó  y  miró  en  torno.  Hacía  frío  y  se
      arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de
      los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los
      dos  centinelas:  quizás  habían  subido  a  la  loma,  o  estaban  escondidos  entre  los
      helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio
      donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados
      no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas.
      Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra
      vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba
      envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el
      flanco derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en
      un  lienzo  oscuro;  y  al  parecer  la  mano  que  la  sujetaba  acababa  de  deslizarse
      hasta el suelo.
        Conteniendo  el  aliento,  Pippin  se  aproximó  paso  a  paso.  Por  último  se
      arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que
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