Page 930 - El Señor de los Anillos
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improbable que muchos pudieran sobrevivir, pensó en Pippin y en las llamas de
      Minas Tirith, y sofocó sus propios temores.
        Todo anduvo bien aquel día, y no vieron ni oyeron ninguna señal de que el
      enemigo estuviese al acecho con una celada. Los Hombres Salvajes pusieron una
      cortina  de  cazadores  alertas  y  avispados  alrededor  del  ejército,  a  fin  de  que
      ningún orco o espía merodeador pudiese conocer los movimientos en las lomas.
      Cuando  empezaron  a  acercarse  a  la  ciudad  sitiada,  la  luz  era  más  débil  que
      nunca, y las largas columnas de jinetes pasaban como sombras de hombres y de
      caballos.  Cada  una  de  las  compañías  de  los  Rohirrim  llevaba  como  guía  un
      Hombre Salvaje de los Bosques; pero el viejo Ghân caminaba a la par del rey.
      La partida había sido más lenta de lo previsto, pues los jinetes, a pie y llevando
      los caballos por la brida, habían tardado algún tiempo en abrirse camino en la
      espesura de las lomas y en descender al escondido Pedregal de las Carretas. Era
      ya entrada la tarde cuando la vanguardia llegó a los vastos boscajes grises que se
      extendían  más  allá  de  la  ladera  oriental  del  Amon  Dîn,  enmascarando  una
      amplia abertura en la cadena de cerros que desde Nardol a Dîn corría hacia el
      este y el oeste. Por ese paso descendía en tiempos lejanos la carretera olvidada
      que atravesando Anórien volvía a unirse al camino principal para cabalgaduras;
      pero  a  lo  largo  de  numerosas  generaciones  de  hombres,  los  árboles  habían
      crecido  allí,  y  ahora  yacía  sumergida,  enterrada  bajo  el  follaje  de  años
      innumerables. En realidad, la espesura ofrecía a los Rohirrim un último reparo
      antes que salieran a cara descubierta al fragor de la batalla: pues delante de ellos
      se extendían el camino y las llanuras del Anduin, en tanto que en el este y el sur
      las pendientes eran desnudas y rocosas, y se apeñuscaban y trepaban, bastión
      sobre bastión, para unirse a la imponente masa montañosa y a las estribaciones
      del Mindolluin.
        Las primeras filas hicieron alto, y mientras las que venían detrás atravesaban
      el  paso  del  Pedregal  de  las  Carretas,  se  desplegaron  para  acampar  bajo  los
      árboles grises. El rey convocó a consejo a los capitanes. Eomer envió batidores a
      vigilar el camino, pero el viejo Ghân movió la cabeza.
        —Inútil mandar hombres-a-caballo —dijo—. Los Hombres Salvajes ya han
      visto  todo  lo  que  es  posible  ver  en  este  aire  malo.  Pronto  vendrán  a  hablar
      conmigo.
        Los capitanes se reunieron; y de entre los árboles salieron con cautela otros
      hombres-púkel,  tan  parecidos  al  viejo  Ghân  que  Merry  no  hubiera  podido
      distinguir entre ellos. Hablaron con Ghân en una lengua extraña y gutural.
        Pronto Ghân se volvió al rey.
        —Los  Hombres  Salvajes  dicen  muchas  cosas  —anunció—.  Primero:  ¡sed
      cautelosos! Todavía hay muchos hombres acampando del otro lado de Dîn, a una
      hora de marcha, por allí. —Agitó el brazo señalando el oeste, las negras colinas
      —. Pero ninguno a la vista de aquí a los muros nuevos de Gente-de-Piedra. Allí
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