Page 932 - El Señor de los Anillos
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—Los batidores no han encontrado nada más allá del bosque gris, Señor —
      dijo—, salvo dos hombres: dos hombres muertos y dos caballos muertos.
        —¿Entonces? —dijo Eomer.
        —Entonces esto, Señor: eran mensajeros de Gondor; uno de ellos podría ser
      Hirgon. En todo caso aún apretaba en la mano la Flecha Roja, pero lo habían
      decapitado. Y también esto: según los indicios, parecería que huían hacia el oeste
      cuando fueron abatidos. A mi entender, al regresar encontraron al enemigo ya
      dueño  del  muro  exterior,  o  atacándolo,  y  eso  ha  de  haber  ocurrido  hace  dos
      noches, si utilizaron los caballos de recambio de las postas, como es costumbre.
      Al no poder entrar en la ciudad, han de haber dado media vuelta.
        —¡Ay!  —dijo  Théoden—.  Eso  quiere  decir  que  Denethor  no  ha  tenido
      noticias de nuestra partida, y ya habrá desesperado.
        —La necesidad no tolera tardanzas, pero más vale tarde que nunca —dijo
      Eomer—. Y acaso ahora el viejo refrán demuestra ser más cierto que en todos
      los tiempos pasados, desde que los hombres se expresan con la boca.
      Era de noche. Por las dos orillas del camino avanzaba en silencio el ejército de
      Rohan.  El  camino  que  contorneaba  las  pendientes  del  Mindolluin  corría  ahora
      hacia  el  sur.  En  lontananza,  delante  de  ellos  y  casi  en  línea  recta,  había  un
      resplandor  rojo,  y  bajo  el  cielo  negro  las  laderas  de  la  gran  montaña  eran
      sombrías  y  amenazantes.  Ya  se  estaban  acercando  al  Rammas  del  Pelennor,
      pero aún no había llegado el día.
        En medio de la primera compañía cabalgaba el rey, rodeado por su escolta.
      Seguía el éored  de  Elfhelm,  y  Merry  notó  que  Dernhelm  se  separaba  de  los
      suyos y avanzaba hasta cabalgar detrás de la guardia del rey. La columna hizo un
      alto. Merry oyó que enfrente hablaban en voz baja. Algunos de los batidores que
      se  habían  aventurado  hasta  las  cercanías  del  muro  acababan  de  regresar.  Se
      acercaron al rey.
        —Hay grandes hogueras, Señor —dijo uno—. La ciudad está toda en llamas,
      y  el  enemigo  cubre  los  campos.  Pero  todos  parecen  tener  una  única
      preocupación: el asalto de la fortaleza y hasta donde hemos podido ver son pocos
      los que quedan fuera de los muros, y empeñados como están en la destrucción,
      no se dan cuenta de lo que pasa alrededor.
        —¿Recordáis las palabras del Hombre Salvaje, Señor? —dijo otro—. Yo, en
      tiempos de paz, vivo en la campiña y al aire libre. Me llamo Widfara, y también
      a mí el aire me trae mensajes. Ya el viento está cambiando. Ahora sopla una
      ráfaga  del  Sur,  con  olores  marinos,  aunque  todavía  leves.  La  mañana  traerá
      novedades. Por encima del humo llegará el alba, cuando paséis el muro.
        —Si es cierto lo que dices, Widfara, ojalá la vida te conceda cien años de
      bendiciones a partir de este día —dijo Théoden. Y volviéndose a los hombres del
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