Page 954 - El Señor de los Anillos
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bajo la alta cúpula.
        —¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Gandalf, precipitándose hacia la escalera de
      piedra que llevaba a la puerta—. ¡Acabad esta locura!
        Porque allí, en la escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los
      servidores de Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la
      Guardia, se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres
      habían caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el
      santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor al rey.
        Y cuando Gandalf y Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba
      desde la Morada de los Muertos:
        —¡Pronto,  pronto!  ¡Haced  lo  que  he  dicho!  ¡Matad  a  este  renegado!  ¿O
      tendré  que  hacerlo  yo  mismo?  —Y  en  ese  instante  la  puerta  que  Beregond
      mantenía cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se
      irguió la figura del Señor de la Ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos,
      y esgrimía una espada desnuda.
        Pero Gandalf llegó de un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron
      y se cubrieron los ojos con las manos; porque fue como si una luz blanquísima
      irrumpiera de pronto en un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera.
      Alzó la mano, y la espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire,
      y fue a caer detrás de él, en las sombras de la Casa; y Denethor retrocedió ante
      Gandalf, como estupefacto.
        —¿Qué significa esto, mi señor? —dijo el mago—. Las casas de los muertos
      no fueron hechas para los vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí,
      en los Recintos Sagrados? ¿No hay guerra suficiente fuera de la ciudad? ¿O acaso
      el enemigo ha penetrado hasta el Rath Dínen?
        —¿Desde cuándo el Señor de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace?
      —dijo Denethor—. ¿O ya no puedo mandar a mis sirvientes?
        —Puedes —respondió Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad,
      si conduce a la locura y la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?
        —Yace aquí, en la Casa de los Senescales —dijo Denethor—. Ardiendo, ya
      ardiendo.  Pusieron  fuego  a  la  carne.  Pero  pronto  arderán  todos.  El  Oeste  ha
      sucumbido. Todo será devorado por un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas!
      ¡Cenizas y humo al viento!
        Entonces Gandalf, viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y
      temiendo  que  hubiese  hecho  ya  algo  irreparable,  se  precipitó  en  el  interior,
      seguido por Beregond y Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí
      yacía Faramir, todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo
      de la mesa, y grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta
      las ropas de Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido
      el fuego. Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de
      poder que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de
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