Page 956 - El Señor de los Anillos
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El Oeste ha caído. Y para aquellos que no quieren convenirse en esclavos, ha
      llegado la hora de partir.
        —Tales  razonamientos  sólo  ayudarán  a  la  victoria  del  enemigo  —dijo
      Gandalf.
        —¡Sigue esperando, entonces! —exclamó Denethor con una risa amarga—.
      ¿No te conozco acaso, Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar,
      estar siempre tú, detrás de cada trono, en el Norte, en el Sur, en el Oeste. He
      leído  tus  pensamientos  y  conozco  tus  artimañas.  ¿No  sé  que  fuiste  tú  quien  le
      ordenó callar a este mediano? ¿Que lo trajiste aquí para tener un espía en mis
      propias habitaciones? Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre
      y la misión de cada uno de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste
      utilizarme un tiempo como escudo contra Mordor, pero con la derecha intentabas
      traer aquí a este Montaraz del Norte, para que me suplantase.
        » Pero  óyeme  bien,  Gandalf  Mithrandir,  yo  no  seré  un  instrumento  en  tus
      manos.  Soy  un  Senescal  de  la  Casa  de  Anárion.  No  me  rebajaré  a  ser  el
      chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de
      su  derecho,  tendrá  que  descender  de  la  dinastía  de  Isildur.  Y  yo  no  voy  a
      doblegarme  ante  alguien  como  él,  último  retoño  de  una  casa  arruinada  que
      perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.
        —¿Qué querrías entonces —dijo Gandalf—, si pudieras hacer tu voluntad?
        —Querría  que  las  cosas  permanecieran  tal  como  fueron  durante  todos  los
      días de mi vida —respondió Denethor—, y en los días de los antepasados que
      vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a
      un hijo mío, un hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago.
      Pero  si  el  destino  me  niega  todo  esto,  entonces  no  quiero  nada:  ni  una  vida
      degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.
        —A  mí  no  me  parece  que  devolver  con  lealtad  un  cargo  que  le  ha  sido
      confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el
      honor  —replicó  Gandalf—.  Y  al  menos  no  privarás  a  tu  hijo  del  derecho  de
      elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.
        Al  oír  estas  palabras  los  ojos  de  Denethor  volvieron  a  relampaguear,  y
      poniéndose la Piedra bajo el brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al
      féretro.  Pero  Beregond  se  adelantó  de  un  salto,  irguiéndose  entre  Denethor  y
      Faramir.
        —¡Ah,  eso  era!  —gritó  Denethor—.  Ya  me  habías  robado  la  mitad  del
      corazón de mi hijo. Ahora me robas también el corazón de mis súbditos, y así
      ellos  podrán  arrebatarme  a  mi  hijo  para  siempre.  Pero  en  algo  al  menos  no
      podrás desafiar mi voluntad: decidir mi propio fin.
        » ¡Venid,  venid!  —gritó  a  los  sirvientes—.  ¡Venid  a  mí,  si  no  sois  todos
      traidores!  —Dos  hombres  se  lanzaron  escaleras  arriba.  Denethor  arrancó  una
      antorcha de la mano de uno de ellos y volvió a entrar rápidamente en la Casa. Y
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