Page 958 - El Señor de los Anillos
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— ha de ser entregada al Señor Faramir.
        —Quien tiene el mando ahora, en ausencia del Señor, es el Príncipe de Dol
      Amroth  —dijo  Gandalf—;  pero  al  no  estar  él  presente,  me  corresponde  a  mí
      tomar  la  decisión.  Guarda  tú  mismo  la  llave  hasta  tanto  vuelva  el  orden  a  la
      ciudad.
        Se internaron finalmente en los circuitos más altos de la ciudad, y a la luz de
      la mañana siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias
      hermosas  y  apacibles,  destinadas  al  cuidado  de  los  enfermos  graves,  aunque
      ahora acogían también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban
      no lejos de la puerta de la ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del Sur,
      y estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa
      naturaleza en toda la ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque
      eran  hábiles  en  las  artes  de  curar  o  de  ayudar  a  los  curadores,  se  les  había
      permitido quedarse en Minas Tirith.
        Y en el momento en que Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a
      la puerta principal de las Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo
      delante de la Puerta, y hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se
      desvaneció  en  el  viento.  Fue  un  grito  tan  terrible  que  por  un  instante  todos
      quedaron  inmóviles;  pero  en  cuanto  hubo  pasado  sintieron  de  pronto  que  la
      esperanza les reanimaba los corazones, una esperanza que no conocían desde que
      llegara del Este la oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara,
      y que por detrás de las nubes asomaba el sol.
        Pero el semblante de Gandalf tenía un aire grave y entristecido; y rogando a
      Beregond y Pippin que entrasen a Faramir a las Casas de Curación, subió al muro
      más  cercano;  y  allí,  enhiesto,  mirando  en  lontananza  a  la  luz  del  nuevo  sol,
      parecía una estatua esculpida en piedra blanca. Y mirando así, y por los poderes
      que le habían sido dados, supo todo lo que había acontecido; y cuando Eomer se
      separó  del  frente  de  batalla  y  se  detuvo  junto  a  los  que  yacían  en  el  campo,
      Gandalf suspiró, y ciñéndose la capa se alejó de los muros. Y cuando Beregond
      y Pippin volvían de las Casas, lo encontraron de pie y pensativo delante de la
      puerta.
        Durante un rato, mientras lo miraban, siguió en silencio. Pero al fin habló.
        —Amigos  —dijo—,  ¡y  todos  vosotros,  habitantes  de  esta  ciudad  y  de  las
      tierras  del  Oeste!  Hoy  han  ocurrido  hechos  muy  dolorosos  y  a  la  vez
      memorables, que la fama no olvidará. ¿Habremos de llorar o de regocijarnos? El
      Capitán enemigo ha sido destruido contra toda esperanza, y lo que habéis oído es
      el eco de su desesperación final. No obstante, no ha partido sin dejar dolores y
      pérdidas amargas. Pérdidas que si Denethor no hubiera enloquecido, yo habría
      podido  impedir.  ¡Tan  largo  es  el  brazo  del  enemigo!  Ay,  pero  ahora  entiendo
      cómo su voluntad pudo invadir el corazón mismo de la ciudad.
        » Aunque  los  Senescales  creían  ser  los  únicos  que  conocían  el  secreto,  yo
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