Page 962 - El Señor de los Anillos
P. 962

—Tendrían que haberlo traído a esta ciudad con todos los honores —dijo—.
      Se mostró digno de mi confianza; pues si Elrond no hubiese cedido a mis ruegos,
      ninguno  de  vosotros  habría  emprendido  este  viaje,  y  las  desdichas  de  este  día
      habrían sido mucho más nefastas. —Suspiró—. Y ahora tengo un herido más a
      mi cargo, mientras la suerte de la batalla está todavía indecisa.
      Así pues Faramir, Eowyn y Meriadoc reposaron por fin en las Casas de Curación
      y recibieron los mejores cuidados. Porque si bien últimamente todas las ramas
      del saber habían perdido la pujanza de otros tiempos, la medicina de Gondor era
      aún sutil, apta para curar heridas y lesiones y todas aquellas enfermedades a que
      estaban  expuestos  los  mortales  que  habitaban  al  este  del  Mar.  Con  la  sola
      excepción de la vejez, para la que no habían encontrado remedio; más aún, la
      longevidad  había  declinado  en  la  región:  ahora  vivían  pocos  años  más  que  los
      otros  hombres,  y  los  que  sobrepasaban  el  centenar  con  salud  y  vigor  eran
      contados, salvo en algunas familias de sangre más pura. Sin embargo, las artes y
      el saber de los Curadores se encontraban ahora en un atolladero: muchos de los
      enfermos padecían un mal incurable, al que llamaban la Sombra Negra, pues
      provenía de los Nazgûl. Los afectados por aquella dolencia caían lentamente en
      un sueño cada vez más profundo, y luego en el silencio y en un frío mortal, y así
      morían. Y a quienes velaban por los enfermos les parecía que este mal se había
      ensañado  sobre  todo  con  el  mediano  y  con  la  Dama  de  Rohan.  A  ratos,  sin
      embargo, a medida que transcurría la mañana, los oían hablar y murmurar en
      sueños,  y  escuchaban  con  atención  todo  cuanto  decían,  esperando  tal  vez
      enterarse de algo que les ayudase a entender la naturaleza del mal. Pero pronto
      los enfermos se hundieron en las tinieblas, y a medida que el sol descendía hacia
      el oeste, una sombra gris les cubrió los rostros. Y mientras tanto Faramir ardía de
      fiebre.
      Gandalf iba preocupado, de uno a otro lecho, y los cuidadores le repetían todo lo
      que  habían  oído.  Y  así  transcurrió  el  día,  mientras  afuera  la  gran  batalla
      continuaba  con  esperanzas  cambiantes  y  extrañas  nuevas;  pero  Gandalf
      esperaba,  vigilaba,  y  no  se  apartaba  de  los  enfermos;  y  al  fin,  cuando  la  luz
      bermeja  del  crepúsculo  se  extendió  por  el  cielo,  y  a  través  de  la  ventana  el
      resplandor bañó los rostros grises, les pareció a quienes estaban velándolos que
      las mejillas de los enfermos se sonrosaban como si les volviera la salud; pero no
      era más que una burla de esperanza.
        Entonces una mujer vieja, la más anciana de las servidoras de la casa, miró
      el rostro de Faramir, y lloró, porque todos lo amaban. Y dijo:
        —¡Ay de nosotros, si llega a morir! ¡Ojalá hubiera en Gondor reyes como los
      de antaño, según cuentan! Porque dice la tradición: Las manos del rey son manos
   957   958   959   960   961   962   963   964   965   966   967