Page 267 - Dune
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ahora mismo: «Y secaré los ríos, y venderé la tierra a los perversos: y transformaré el
lugar, y todo lo que hay en él, en una extensión árida, y todo ello por manos
extranjeras».
Jessica cerró los ojos, conmovida hasta las lágrimas por la tristeza que emanaba
de la voz de su hijo.
—¿Cómo te… encuentras? —preguntó Paul poco después.
Ella comprendió que la pregunta se refería a su embarazo.
—Tu hermana no nacerá hasta dentro de varios meses. Me siento… físicamente
en forma.
Y pensó: ¡De qué modo tan rígidamente formal le hablo a mi hijo! Y, puesto que
había una Manera Bene Gesserit de descubrir las motivaciones de un extraño
comportamiento, buscó en su interior el origen de su frialdad: Tengo miedo de mi
hijo: tengo miedo de lo extraño que hay en él; me atemoriza lo que puede ver ante
nosotros, en nuestro camino, lo que puede decirme.
Paul bajó su capucha sobre sus ojos, escuchando los sutiles ruidos de la noche.
Sus pulmones estaban llenos de su propio silencio. La nariz le picaba. Se la rascó, se
quitó el filtro, y percibió el intenso olor a canela en el aire.
—Hay melange cerca de aquí —dijo.
Un viento ligero acarició sus mejillas e hizo agitarse los pliegues de su albornoz.
Pero aquel viento no anunciaba ninguna tormenta; podía sentir la diferencia.
—Se acerca el alba —dijo.
Jessica asintió.
—Hay un modo de atravesar sin peligro esa arena abierta —dijo Paul—. Los
Fremen lo usan.
—¿Y los gusanos?
—Si plantamos un martilleador de nuestra Fremochila en aquellas rocas de allí —
dijo Paul—, tendremos ocupado a un gusano durante un tiempo.
Ella miró al desierto bajo la luz de la luna, entre ellos y la otra escarpadura.
—¿Tanto tiempo como cuatro kilómetros?
—Quizá. Y si consiguiéramos cruzar la extensión produciendo tan sólo ruidos
naturales, el tipo de ruidos que no atraen a los gusanos…
Paul estudió el desierto abierto, buscando en su memoria presciente, encontrando
las misteriosas alusiones a los martilleadores y a los garfios de doma que había leído
en el manual de la Fremochila. Le parecía extraño sentir tan sólo aquel absoluto terror
hacia los gusanos. Era como si, justo en el centro de su percepción, residiera la
convicción de que los gusanos debían ser respetados y no temidos… sí… sí…
Agitó la cabeza.
—Tienen que ser ruidos carentes de todo ritmo —dijo Jessica.
—¿Qué? ¡Oh! Sí. Si caminamos irregularmente… la propia arena suele caer de
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