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pasillo que salía de la entrada de la fachada con un movimiento de cabeza, dijo:
—Apuesto a que aún duerme. Estos días sale por ahí hasta muy tarde. El chico
necesita descansar. Probablemente no deberías despertarle.
—Ahora me toca a mí —murmuré para mis adentros mientras me encaminaba
hacia el pasillo. Billy suspiró.
El pequeño cuarto de Jacob era la única habitación de un pasillo que no mediría
ni un metro de largo. No me moles-té en llamar, sino que abrí de sopetón y cerré de
un fuerte golpe.
Jacob, aún vestido con los mismos vaqueros negros sudados que había llevado
en mi habitación, la noche anterior, yacía en diagonal encima de la cama doble que
ocupaba casi toda su habitación, salvo unos pocos centímetros a ambos lados del
lecho, en el que no cabía a pesar de haberse tendido cruzado. Los pies le colgaban
fuera por un lado y la cabeza por el otro. Dormía profundamente con la boca abierta
y roncaba levemente, sin inmutarse después del portazo.
Su rostro dormido estaba en paz y toda la ira se había desvanecido de sus
facciones. Tenía ojeras debajo de los ojos, no me había percatado hasta ese momento.
A pesar de su tamaño desmedido, ahora parecía muy joven, y también muy cansado.
Me embargó la piedad.
Retrocedí, salí y cerré la puerta haciendo el menor ruido posible al salir.
Billy me miró fijamente con curiosidad y prevención mientras caminaba
lentamente de vuelta al salón.
—Me parece que voy a dejarle reposar un poco.
Billy asintió, y entonces nos miramos largo tiempo el uno al otro. Me moría de
ganas por preguntarle cuál era su participación en todo este asunto y qué pensaba
sobre aquello en lo que se había convertido su hijo, mas sabía que había apoyado a
Sam desde el principio, por lo que supuse que los crímenes no debían preocuparle.
No lograba concebir cómo era capaz de justificar semejante actitud.
Atisbé en sus ojos que también él tenía muchas preguntas que hacerme, pero
tampoco las verbalizó.
—Escucha —dije rompiendo el silencio—, voy a bajar a la playa un rato. Dile
que le espero allí cuando se despierte, ¿de acuerdo?
—Claro, claro —aceptó.
Me pregunté si lo haría de verdad, pero bueno, de no ser así, lo había intentado,
¿no?
Conduje hasta First Beach y me detuve en el aparcamiento, sucio y vacío.
Todavía era de noche y se anunciaba el ceniciento fulgor previo al alba de un día
nublado, por lo que apenas había visibilidad cuando apagué las luces del coche. Tuve
que esperar para que mis ojos se acostumbraran a la penumbra antes de poder
encontrar la senda que atravesaba el alto herbazal. Allí hacía más frío a causa del
viento procedente del oscuro mar, por lo que hundí las manos en los bolsillos de mi
chaqueta de invierno. Al menos había dejado de llover.
Caminé hasta la playa en dirección al espigón situado más al norte. No veía St.
James ni las demás islas, sólo la difusa línea de la orilla del agua. Elegí con cuidado
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