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AUTOR                                                                                               Libro







                                                    La votación




                     No estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me
               tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para aterrizar en
               el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que pensaba.
                     —Entonces   de   acuerdo   —dijo   con   una   voz   rabiosa   que   expresaba   su
               desaprobación—. Sube.
                     Me ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo habitual
               incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil. Evidentemente,
               era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici.
                     Mientras   él   atravesaba   el   bosque   corriendo,   con   la   respiración   lenta   y
               acompasada, todo permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los
               árboles cuando pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento
               en el rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era
               húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual
               suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el grueso
               edredón debajo del cual jugaba de niña.
                     Me acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también
               de que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los
               ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla.
                     La velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto.
                     Volví mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel —fría como la piedra— de
               su cuello.
                     —Gracias —dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los
               árboles—. ¿Significa eso que has decidido que estás despierta?
                     Me reí. Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
                     —En realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al
               menos, no esta noche.
                     —No sé cómo, pero volveré a ganarme tu confianza —murmuró, en su mayor
               parte para él—. Aunque sea lo último que haga.
                     —Confío en ti —le aseguré—, pero no en mí.

                     —Explica eso, por favor.
                     Ralentizó el ritmo hasta limitarse a andar —sólo me di cuenta porque cesó el
               viento— y supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció
               distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún lugar
               cercano.
                     —Bueno...   —me   devané   los   sesos   para   encontrar   la   forma   adecuada   de
               expresarlo—. No confío en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para




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