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merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me
soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra
su pecho.
—Me retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo
dudes.
Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas?
—Al final no me lo has dicho... —musitó él.
—¿El qué?
—Cuál era tu gran problema.
—Te dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la
punta de la nariz con el dedo índice.
Asintió con la cabeza.
—Soy peor que los Vulturis —dijo en tono grave—. Supongo que me lo
merezco.
Puse los ojos en blanco.
—Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú
puedes dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en
comparación con eso.
Incluso en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me
recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté
haberle dicho la verdad.
—No —susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste.
Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no
llegó a sus ojos.
—Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo
que no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
La idea del tiempo me agradó.
—Vale —admití.
Su rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle con tonterías sin
importancia.
—Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté
con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz.
Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció
de sus ojos.
—Tus cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que
te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería
dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión... todo está debajo
de las tablas del suelo.
—¿De verdad?
Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho
tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.
—Creo —dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he
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