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P. 313

AUTOR                                                                                               Libro
               merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
                     Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me
               soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra
               su pecho.
                     —Me retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo
               dudes.
                     Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas?
                     —Al final no me lo has dicho... —musitó él.
                     —¿El qué?
                     —Cuál era tu gran problema.
                     —Te dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la
               punta de la nariz con el dedo índice.
                     Asintió con la cabeza.
                     —Soy   peor   que   los   Vulturis   —dijo   en   tono   grave—.   Supongo   que   me   lo
               merezco.
                     Puse los ojos en blanco.
                     —Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú
               puedes dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en
               comparación con eso.
                     Incluso   en   la   penumbra,   atisbé   la   angustiada   crispación   de   su   rostro.   Me
               recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté
               haberle dicho la verdad.
                     —No —susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste.

                     Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no
               llegó a sus ojos.
                     —Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo
               que no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
                     La idea del tiempo me agradó.
                     —Vale —admití.
                     Su   rostro   seguía   martirizado,   así   que   intenté   distraerle   con   tonterías   sin
               importancia.
                     —Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté
               con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz.
                     Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció
               de sus ojos.
                     —Tus cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que
               te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería
               dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión... todo está debajo
               de las tablas del suelo.
                     —¿De verdad?
                     Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho
               tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.
                     —Creo —dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he




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