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—Retrocedamos un minuto —le dije; enfadarme hacía que me resultara mucho
más fácil ser clara, contundente—. Recuerdas a los Vulturis, ¿verdad? No puedo
permanecer humana para siempre. Ellos me matarán. Incluso si no piensan en mí
hasta que cumpla los treinta —mascullé la cifra—, ¿crees sinceramente que se
olvidarán?
—No —respondió despacio, sacudiendo la cabeza—. No olvidarán. Pero...
—¿Pero?
Sonrió ampliamente mientras le miraba con tristeza. Quizá yo no era la única
que estaba loca.
—Tengo unos cuantos planes.
—Y esos planes —comenté mientras mi voz se volvía cada vez más ácida con
cada palabra—, esos planes se centran todos en mantenerme humana.
Mi actitud hizo que su expresión se endureciera.
—Naturalmente.
Su tono era brusco y su rostro divino mostraba arrogancia. Nos fulminamos con
la mirada el uno al otro durante un minuto largo.
Entonces, respiré hondo y cuadré los hombros. Le empujé los brazos para poder
sentarme.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó y mi corazón palpitó con fuerza al ver
que esa idea le hería, aunque intentaba no demostrarlo.
—No —le contesté—. Soy yo la que se va.
Me miró con suspicacia mientras salía de la cama y deambulaba de un lado
para otro de la habitación en busca de mis zapatos.
—¿Puedo preguntarte adónde vas? —inquirió.
—Voy a tu casa —le dije, todavía andando de un sitio para otro a ciegas.
Él se levantó y se acercó a mí.
—Aquí están tus zapatos. ¿Y cómo planeas llegar hasta allí?
—En mi coche.
—Eso probablemente despertará a Charlie —me ofreció la idea como un
elemento disuasorio.
Suspiré.
—Ya lo sé, pero para serte sincera, tal como están las cosas, estaré encerrada
durante semanas. ¿Cuántos problemas más me puedo acarrear?
—Ninguno. Me echará la culpa a mí, no a ti.
—Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
—Quédate aquí —sugirió, aunque su expresión no mostraba mucha esperanza
al respecto.
—Mala suerte, pero ¡adelante! Quédate y siéntete como en tu casa —le animé,
sorprendida de lo natural que sonaba mi broma y me dirigí a la puerta.
Él ya estaba allí, delante de mí, bloqueándome el camino.
Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana. No estaba tan lejos del suelo y había
bastante hierba justo debajo...
—Bien —suspiró—. Te llevaré.
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