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AUTOR                                                                                               Libro
                     Miré por el parabrisas con gesto ausente sin ver otra cosa que el rostro de Jacob,
               que llevaba puesta la máscara de la amargura que yo tanto odiaba.
                     —Bella, somos lo que somos —repuso Edward con serenidad—. Yo me siento
               capaz de controlarme, pero dudo que él lo consiga. Es muy joven. Lo más probable es
               que un encuentro degenerase en lucha y no sé si podría pararlo antes de m... —de
               pronto, enmudeció; luego, continuó con rapidez—: Antes de que le hiriera. Y tú
               serías desdichada. No quiero que ocurra eso.
                     Recordé lo que Jacob había dicho en la cocina, y oí sus palabras con total
               exactitud, con su voz ronca. No estoy seguro de mantenerme siempre lo bastante sereno
               como para poder manejar la situación. No creo que te hiciera demasiado feliz que matara a tu
               amiga. Pero aquella vez había sido capaz de conservar la serenidad...
                     —Edward Cullen —mascullé—. ¿Has estado a punto de decir «matarle»? ¿Era
               eso?
                     Él miró hacia otro lado, con la vista fija en la lluvia. Frente a nosotros, se puso
               en verde el semáforo cuya presencia no había advertido mientras brillaba la luz roja.
               Arrancó de nuevo y condujo muy despacio. No era su manera habitual de conducir.
                     —Yo intentaría... con mucho esfuerzo... no hacerlo —dijo al fin Edward.
                     Le miré fijamente con la boca abierta, pero él continuó con la vista al frente. Nos
               habíamos detenido delante de la señal de stop de la esquina.
                     De pronto, recordé la suerte que había corrido Paris al regreso de Romeo. Las
               acotaciones de la obra son simples. Luchan. Paris cae.
                     Pero eso era ridículo. Imposible.
                     —Bueno —contesté y respiré hondo mientras sacudía la cabeza para ahuyentar

               las palabras de mi mente—, eso no va a ocurrir jamás, así que no hay de qué
               preocuparse. Y sabes que en estos momentos Charlie estará mirando el reloj. Será
               mejor que me lleves a casa antes de que me busque más problemas por retrasarme.
                     Volví la cara hacia él, sonriendo con cierta desgana.
                     Mi corazón palpitaba fuerte y saludable en mi pecho, en su sitio de siempre,
               cada vez que contemplaba su rostro, ese rostro perfecto hasta lo imposible. Esta vez,
               el latido se aceleró más allá de su habitual ritmo enloquecido. Reconocí la expresión
               de su rostro; era la que le hacía parecerse a una estatua.
                     —Creo que ahora tienes algunos problemas más, Bella —susurró sin mover los
               labios.
                     Me deslicé a su lado, más cerca, y me aferré a su brazo mientras seguía el curso
               de su mirada para ver lo mismo que él. No sé qué esperaba encontrar, quizás a
               Victoria de pie en mitad de la calle, con su encendido cabello rojo revoloteando al
               viento, o una línea de largas capas negras... o una manada de licántropos hostiles,
               pero no vi nada en absoluto.
                     —¿Qué? ¿Qué es?
                     Respiró hondo.
                     —Charlie...
                     —¿Mi padre? —chillé.
                     Entonces, él bajó la mirada hacia mí, y su expresión era lo bastante tranquila




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