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Epílogo: El tratado
Casi todo había vuelto a la normalidad —a la normalidad previa al estado
zombi— en menos tiempo de lo que yo hubiera creído posible. El hospital acogió a
Carlisle con los brazos abiertos sin disimular su alegría por el hecho de que Esme no
se hubiera adaptado a la vida en Los Ángeles. Alice y Edward estaban en mejor
situación que yo para graduarse por culpa del examen de Cálculo que me había
perdido mientras estuve en el extranjero. De repente, la facultad se convirtió en una
prioridad —la universidad seguía siendo el plan B, por si acaso la oferta de Edward
me hacía cambiar de idea respecto a la opción de Carlisle después de mi graduación
—. Había dejado pasar los plazos de admisión de muchas universidades, pero
Edward me traía todos los días más solicitudes para rellenar. Él ya había estudiado
todo lo que deseaba en Harvard así que no parecía molestarle que, gracias a mi
tendencia a dejarlo todo para el último día, ambos termináramos el año próximo en
el Península Community College.
Charlie no estaba muy satisfecho conmigo y tampoco hablaba con Edward, pero
al menos permitió que él pudiera volver a entrar en casa en las horas de visita
predeterminadas. Mi padre me castigó a quedarme sin salir.
Las únicas excepciones eran el instituto y el trabajo. En los últimos tiempos, por
extraño que pudiera parecer, las paredes deprimentes de mis clases, de color amarillo
mate, empezaron a parecerme acogedoras, y eso tenía mucho que ver con la persona
que se sentaba junto a mí.
Edward había retomado su matrícula de principios de ese año, de modo que
volvió de nuevo a mis clases. Mi comportamiento había sido tan terrible el último
otoño, después del supuesto traslado de los Cullen a Los Ángeles, que el asiento
contiguo había permanecido vacante. Incluso Mike, siempre dispuesto a aprovechar
las ventajas, había mantenido una distancia segura. Con Edward ocupando
nuevamente su lugar, parecía como si los últimos ocho meses hubieran quedado
simplemente en una molesta pesadilla...
... pero no del todo. Quedaba aún la cuestión del arresto domiciliario, por citar
un ejemplo y, por poner otro, Jacob Black y yo no habíamos sido buenos amigos antes
del otoño. Así que, claro, entonces no lo habría echado de menos.
No tenía libertad de movimientos para ir a La Push y Jacob no venía a verme, ni
siquiera se dignaba a contestar mis llamadas.
Le telefoneaba sobre todo por la noche, después de que, puntualmente a las
nueve, un resuelto Charlie echara a Edward —con gran satisfacción—, y antes de que
éste regresara a hurtadillas por la ventana en cuanto mi padre se dormía. Escogía este
momento para hacer mis llamadas infructuosas porque me había dado cuenta de que
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