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—En ese caso, un año —dije—. Ése es mi límite.
—Concédeme dos al menos.
—Ni loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a
los veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también.
Se lo pensó durante un minuto.
—De acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo
haga, tendrás que aceptar otra condición.
—¿Condición? —pregunté con voz apagada—. ¿Qué condición?
Había cautela en su mirada y habló despacio.
—Casarte conmigo primero.
—... —le miré, a la espera—. Vale, ¿cuál es el chiste?
Él suspiró.
—Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un
chiste.
—Edward, por favor, sé serio.
—Hablo completamente en serio —no había el menor atisbo de broma en su
rostro.
—Oh, vamos —dije con una nota de histeria en la voz—. Sólo tengo dieciocho
años.
—Bueno, estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente
la cabeza.
Miré hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el
pánico antes de que fuera demasiado tarde.
—Verás, el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades,
¿sabes? Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie.
—Interesante elección de palabras.
—Sabes a qué me refiero.
Respiré hondo.
—Por favor, no me digas que tienes miedo al compromiso —espetó con
incredulidad, y entendí qué quería decir.
—No es eso exactamente —repuse a la defensiva—. Temo... la opinión de
Renée. Tiene convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta.
—Preferiría que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer
casada —se rió de forma sombría.
—Te crees muy gracioso.
—Bella, no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital
y renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre —meneó la
cabeza—. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces...
—Bueno —le interrumpí—. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me
llevaras a Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días?
Sonrió y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.
—Seguro —contestó poniéndome en evidencia—. Voy a por mi coche.
—¡Caray! —murmuré—. Te daré dieciocho meses.
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