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EL CASTILLO DE ARCALAUS
me vengase, si no es de uno solo, que aun yo cuido
tener donde vos estáis.
E la doncella que cabe él estaba dijo:
—Buen tío, aquel mancebo que allí está es el que
traía el yelmo dorado.
Y tendió la mano contra Amadís. Cuando ellos
esto vieron, que aquel era Arcalaus, fueron en gran
pavor de muerte, e por extraña cosa tovieron ver
fablar a la doncella muda que los allí trajera.
Arcalaus les dijo:
—Caballeros, yo vos haré ante mí tajar las ca-
bezas, y enviarlas he al rey Arábigo, en alguna
emienda de lo que le deservistes.
E tiróse de la finiestra, e mandóla cerrar, e que-
dó la cámara tan escura, que no se veían unos a
otros.
Así como oís pasaron aquel día sin comer e sin be-
ber, y desque Arcalaus cenó e pasó ya parte de la
noche, vínose a la finiestra donde ellos estaban, con
dos hachas encendidas, e la sobrina, e mandóla
abrir, e dijo:
—Vos, caballeros que allá yacéis, cuido que co-
meríades, si toviésedes qué.
—De grado —dijo don Florestán— , si nos lo
mandásedes dar.
Él dijo
—Si en voluntad lo tengo, Dios me la quite ; pero
porque del todo no quedéis desconsolados, en emien-
da de la comida os quiero decir unas nuevas. Sa-
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