Page 91 - El niño con el pijama de rayas
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seguro, y no iba a volver; Gretel estaba inconsolable). Así pues, otra cosa de la
      que alegrarse: ya nadie lo llamaba « jovencito» .
        Pero lo mejor era que Bruno tenía un amigo que se llamaba Shmuel.
        Le encantaba echar a andar por la alambrada todas las tardes y se alegraba
      de ver que su amigo parecía mucho más contento últimamente y que ya no tenía
      los ojos tan hundidos, aunque seguía teniendo el cuerpo extremadamente delgado
      y la cara de una palidez muy desagradable.
        Un día, mientras estaba sentado frente a Shmuel en el sitio de siempre, Bruno
      observó:
        —Ésta es la amistad más rara que he tenido jamás.
        —¿Por qué? —preguntó Shmuel.
        —Porque  con  todos  los  otros  niños  que  eran  amigos  míos  podía  jugar.  Y
      nosotros nunca jugamos. Lo único que hacemos es sentarnos aquí y hablar.
        —A mí me gusta sentarme aquí y hablar —dijo Shmuel.
        —Sí, a mí también, claro. Pero es una lástima que no podamos hacer algo
      más emocionante de vez en cuando. Jugar a los exploradores, por ejemplo. O al
      fútbol. Ni siquiera nos hemos visto sin esta alambrada de por medio.
        Bruno solía hacer comentarios así para aparentar que el incidente ocurrido
      unos meses atrás, cuando negó su amistad con Shmuel, no había sucedido nunca.
      Era  un  asunto  que  seguía  preocupándole  y  que  le  hacía  sentirse  mal,  aunque
      Shmuel, dicho sea en su honor, parecía haberlo olvidado por completo.
        —Quizá podamos jugar algún día —dijo Shmuel—. Si nos dejan salir de aquí.
        Bruno empezó a pensar más y más en los dos lados de la alambrada y en su
      razón  de  ser.  Se  planteó  hablar  con  Padre  o  Madre  acerca  de  ello,  pero
      sospechaba que o bien se enfadarían o bien le dirían algo desagradable acerca de
      Shmuel y su familia, así que hizo algo muy inusual: decidió hablar con la tonta de
      remate.
        La  habitación  de  Gretel  había  cambiado  bastante  desde  la  última  vez  que
      Bruno había estado en ella. Para empezar, no había ni una sola muñeca a la vista.
      Una  tarde,  cerca  de  un  mes  atrás,  por  el  tiempo  en  que  el  teniente  Kotler  se
      marchó de Auschwitz, Gretel había decidido que ya no le gustaban las muñecas
      y las había tirado. En su lugar había colgado unos mapas de Europa que Padre le
      había  regalado,  y  todos  los  días  clavaba  alfileres  en  ellos  y  desplazaba  los
      alfileres constantemente tras consultar el periódico. Bruno pensaba que debía de
      estar volviéndose loca. Sin embargo, no se burlaba de él ni lo intimidaba tanto
      como antes, de modo que Bruno creyó que no sería peligroso hablar con ella.
        —Hola —dijo llamando con educación a la puerta; sabía lo furiosa que se
      ponía si entraba sin llamar.
        —¿Qué  quieres?  —le  preguntó  Gretel,  que  estaba  sentada  ante  el  tocador
      haciendo experimentos con su pelo.
        —Nada.
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