Page 93 - El niño con el pijama de rayas
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—Exacto —confirmó Gretel.
        —¿Nosotros somos judíos?
        Gretel abrió la boca como si le hubieran dado una bofetada.
        —No, Bruno —exclamó quedamente—. No, claro que no. Y eso no deberías
      ni insinuarlo.
        —¿Por qué? Entonces ¿qué somos nosotros?
        —Nosotros  somos…  —empezó  Gretel,  pero  tuvo  que  pararse  a  pensar—.
      Nosotros somos… —repitió, pues no estaba muy segura de la respuesta—. Mira,
      nosotros no somos judíos —dijo al final.
        —Eso ya lo sé —replicó Bruno con frustración—. Lo que te pregunto es qué
      somos, si no somos judíos.
        —Somos lo contrario —dijo Gretel rápidamente, y se quedó muy satisfecha
      con su respuesta—. Sí, eso es. Nosotros somos lo contrario.
        —Ah,  vale.  —Bruno  se  alegró  de  entenderlo  por  fin—.  Y  los  contrarios
      vivimos en este lado de la alambrada y los judíos viven en el otro.
        —Exacto, Bruno.
        —¿Es que a los judíos no les gustan los contrarios?
        —No; es a nosotros a quienes no nos gustan ellos, estúpido.
        Bruno frunció el entrecejo. A Gretel le habían dicho infinidad de veces que no
      debía llamar estúpido a su hermano, pero aun así ella seguía haciéndolo.
        —Ah. ¿Y por qué no nos gustan? —preguntó.
        —Porque son judíos.
        —Ya entiendo. Los contrarios y los judíos no se llevan bien.
        —Exacto —dijo Gretel, que había descubierto algo raro en su pelo y estaba
      examinándolo minuciosamente.
        —Entonces ¿por qué no va alguien a hablar con ellos y…?
        Bruno no pudo terminar la frase porque Gretel soltó un grito desgarrador, un
      grito que despertó a Madre de su siesta y la hizo irrumpir en la habitación para
      averiguar cuál de sus dos hijos había matado al otro.
        Mientras hacía experimentos con su pelo, Gretel había encontrado un huevo
      diminuto, no más grande que la cabeza de un alfiler. Se lo enseñó a Madre, que le
      examinó el cabello separando rápidamente finos mechones; luego hizo lo mismo
      con Bruno.
        —No puedo creerlo —dijo Madre, enfadada—. Ya sabía yo que pasaría algo
      así en un sitio como éste.
        Resultó  que  tanto  Gretel  como  Bruno  tenían  piojos.  A  Gretel  tuvieron  que
      lavarle el pelo con un champú especial que olía muy mal y después la niña se
      pasó varias horas seguidas en su habitación, llorando a lágrima viva.
        A Bruno también le pusieron aquel champú, pero luego Padre decidió que lo
      mejor era empezar desde cero, así que buscó una navaja de afeitar y le rasuró la
      cabeza; Bruno no pudo contener las lágrimas.
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