Page 24 - Lucado. Max - Como Jesús_Neat
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de ellos me explicó que el padre de Jerry era alcohólico. No sé si supe lo que esa palabra quería
            decir, pero lo aprendí muy pronto. Jerry, el que jugaba segunda base; Jerry, el de la bicicleta roja;

            Jerry, mi amigo de la esquina era ahora «Jerry, el hijo del borracho». Los muchachos pueden ser

            crueles, y por alguna razón fuimos muy crueles con Jerry. Estaba infectado. Como el leproso, sufrió
            de una condición que él no creó. Como el leproso, lo proscribimos de nuestra población.

                El divorciado conoce estos sentimientos. Igual el lisiado. El desempleado lo ha sentido, al igual

            que  el  que  tiene  educación  escasa.  Algunos  se  retraen  de  las  madres  solteras.  Mantenemos
            nuestra distancia de los deprimidos y de los enfermos deshauciados. Tenemos vecindarios para

            inmigrantes,  asilos  de  convalescencia  para  los  ancianos,  escuelas  para  los  retardados,  centros

            para los adictos y prisiones para los criminales.

                El resto sencillamente tratamos de alejarnos de todo eso. Solo Dios sabe cuántos Jerrys están

            en exilio voluntario: individuos que viven vidas calladas, solitarias, infectadas por sus temores de
            rechazo y sus recuerdos de la última vez que lo intentaron. Prefieren que no se los toque antes que

            arriesgarse a que se les lastime.

                Ah, ¡cuánta repulsión sentían los que me veían! Cinco años de lepra me han dejado las manos

            retorcidas. Me faltan varias falanges en varios dedos, al igual que pedazos de mis orejas y de la
            nariz. Al verme los padres agarran a sus hijos. Las madres se cubren la cara. Los niños me señalan

            con el dedo y se quedan mirándome.

                Los trapos no pueden esconder las llagas de mi cuerpo. Tampoco el trapo con que me envuelvo

            la cara para ocultar la ira de mis ojos. Ni siquiera trato de esconderla. ¿Cuántas noches no levanté
            mi puño crispado contra el cielo silencioso? «¿Qué hice para merecer esto?» Pero nunca recibí

            respuesta.

                Algunos piensan que pequé. Algunos piensan que mis padres pecaron. No lo sé. Todo lo que sé

            es que me hastié de todo: de dormir en la colonia, de percibir el hedor. Me hastié de la condenada

            campanilla  que  debía  llevar  al  cuello  para  advertir  a  la  gente  de  mi  presencia.  Como  si  la
            necesitara. Una mirada y los anuncios empezaban: «¡Inmundo! ¡Inmundo! ¡Inmundo!»

                Hace varias semanas me atreví a andar por el camino de la aldea. No tenía ninguna intención

            de entrar en ella. El cielo sabe que todo lo que quería era echar un nuevo vistazo a mis campos.
            Echar una mirada a mi casa, y ver, si acaso por casualidad, la cara de mi esposa. No la vi; pero vi

            algunos  niños  jugando  en  un  potrero.  Me  escondí  detrás  de  un  árbol  y  los  vi  corretear  y  salir

            corriendo. Sus caras se veían tan alegres y su risa tan contagiosa que por un momento, apenas por
            un momento, no fui ya un leproso. Fui de nuevo un agricultor. Fui padre. Fui un hombre.

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