Page 23 - Lucado. Max - Como Jesús_Neat
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Con algún cuchillo? ¿Acaso rocé con la mano algún metal afilado? Debe haber sido, pero no sentí
            nada.


                -Está  también  en  tu  ropa  -me  dijo  mi  esposa  quedamente.  Estaba  detrás  de  mí.  Antes  de
            mirarla,  miré  las  manchas  rojas  en  mi  vestido.  Por  largo  rato  me  quedé  sobre  la  palangana,

            contemplando mi mano. Algo me decía que mi vida había quedado alterada para siempre.

                -¿Quieres que te acompañe para ir a ver al sacerdote? -me preguntó.

                -No -dije con un suspiro-. Iré solo.

                Me volví y vi sus ojos húmedos. Junto a ella estaba nuestra hija de tres años. Agachándome, le

            miré directamente a los ojos y le acaricié la mejilla, sin decir nada. ¿Qué podía decir? Me enderecé

            y miré a mi esposa de nuevo. Ella me tocó el hombro, y con mi mano buena toqué la de ella. Sería
            nuestro toque final.


                Cinco años han pasado, y desde entonces nadie me había tocado, hasta ahora.

                El sacerdote no me tocó. Me miró la mano, que ahora llevo envuelta en un trapo. Me miró a la
            cara,  ahora  ensombrecida  por  la  tristeza.  Nunca  le  he  echado  la  culpa  por  lo  que  dijo.

            Sencillamente estaba haciendo según había sido instruido. Se cubrió la boca y extendió su mano,

            con la palma hacia afuera. «Eres inmundo», me dijo. Con ese pronunciamiento perdí a mi familia,
            mi granja, mi futuro, mis amigos.

                Mi esposa me vino a encontrar en las puertas de la ciudad, con una bolsa de ropa, y pan y
            monedas. No dijo nada. Para entonces algunos amigos se habían reunido. Lo que vi en sus ojos fue
            precursor de lo que he visto en todo ojo desde entonces: compasión llena de temor. Cuando yo
            salía, ellos se alejaban. Su horror por mi enfermedad era más grande que su preocupación por mi

            corazón; y así ellos, al igual que todo el mundo desde entonces, retroceden.

                La proscripción de un leproso parece rigurosa, innecesaria. Sin embargo, el Antiguo Oriente no

            ha sido la única cultura que ha aislado a sus heridos. Nosotros tal vez no construyamos colonias ni

            nos cubramos la boca en su presencia, pero ciertamente construimos paredes y apartamos los
            ojos. La persona no tiene que ser leprosa para sentirse en cuarentena.

                Uno de mis recuerdos más tristes tiene que ver con mi amigo de cuarto grado, Jerry.  Él y otra
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            media docena de nosotros éramos objeto eternamente presente e inseparables en el patio. Un día

            llamé a su casa para ver si podía salir a jugar. Contestó el teléfono una voz maldiciente, ebria, que
            me decía que Jerry no podía salir ni ese día ni nunca. Les conté a mis amigos lo que ocurrió. Uno



            1 Nombre cambiado.
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