Page 22 - Lucado. Max - Como Jesús_Neat
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Por cinco años nadie me tocó. Nadie. Ni una sola persona. Ni siquiera mi esposa, ni mi hija, ni
mis amigos. Nadie me tocaba. Me veían. Me hablaban. Sentía cariño en sus voces. Veía
preocupación en sus ojos. Pero nunca sentí su toque. No lo había. Ni una sola vez. Nadie me tocó.
Lo que es común entre ustedes, yo lo codiciaba. Apretones de mano. Cálidos abrazos. Una
palmada en el hombro para llamarme la atención. Un beso en los labios para robarse un corazón.
Tales momentos fueron sacados de mi mundo. Nadie me tocó. Nadie se tropezó conmigo. Qué no
hubiera dado yo porque alguien se tropezara conmigo, que me apretujaran en una multitud, que
mis hombros se rozaran contra los de otro. Pero por cinco años nada de eso ocurrió. ¿Cómo
podría? Ni siquiera se me permitía andar por las calles. Incluso los rabinos se mantenían a
distancia. No se me permitía ir a la sinagoga. Ni siquiera me recibían en mi propia casa.
Yo era un intocable. Era leproso. Nadie me tocaba. Hasta hoy.
Me pregunto por este hombre porque en los tiempos del Nuevo Testamento la lepra era la
enfermedad más temida. La condición dejaba el cuerpo como una masa de úlceras y putrefacción.
Los dedos se encogían y se retorcían. Pedazos de piel perdían el color y hedían. Ciertos tipos de
lepra matan las terminaciones nerviosas, y eso produce la pérdida de dedos de las manos, de los
pies, e incluso pies y manos. La lepra era muerte a centímetros.
Las consecuencias sociales eran más severas que las físicas. Considerada contagiosa, al
leproso se le obligaba a guardar cuarentena, proscrito a una colonia de leprosos.
En las Escrituras el leproso es símbolo del máximo proscrito: infectado por una condición que
no buscó, rechazado por los que lo conocían, evadido por personas que no conocía, condenado a
un futuro que no podía soportar. En la memoria de cada proscrito debe haber quedado el día en
que se vio obligado a enfrentar la verdad: la vida nunca sería lo mismo.
Un año durante la siega noté que mi mano no podía sostener la guadaña con la misma fuerza.
Tenía los dedos adormecidos. Primero fue un dedo, y después otro. Al poco tiempo podía empuñar
la guadaña pero ni siquiera la sentía. Al terminar la temporada no sentía nada con las manos. La
mano que empuñaba el mango bien podía haber pertenecido a algún otro; había desaparecido toda
sensación. No le dije nada a mi esposa, pero ella sospechaba algo. ¿Cómo podría no sospechar?
Yo llevaba mi mano contra mi cuerpo como ave herida.
Una tarde hundí la mano en una palangana de agua para lavarme la cara. El agua se puso roja.
Un dedo sangraba, con hemorragia. Ni siquiera sabía que me había lastimado. ¿Cómo me corté? ¿
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