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Y es que dar por segura una opinión no equivale en modo alguno a prever un
comportamiento. Un parecer sobre una issue, sobre una cuestión, no es una
declaración de intencion de voto.
Por otra parte, tenemos el problema de la fácil manipulación de los sondeos (así
como de su institucionalización, que es el referéndum). Preguntar si se debe permitir
el aborto, o bien si se debe proteger el derecho a la vida, es presentar las dos caras
de una misma pregunta; de una pregunta sobre un problema que se entiende mejor
que muchos otros. Ysin embargo, la diferente formulación de la pregunta puede
cambiar la respuesta de un 20 por ciento de los interpelados. Durante el escándalo
Watergate, en 1973, se efectuaron en un solo mes siete sondeos que preguntaban si
el presidente Nixon debía dimitir o debía ser procesado. Pues bien, «la proporción
de respuestas afirmativas variaba desde un mínimo del 10 a un máximo del 53 por
ciento. Y estas diferencias se debían casi exclusivamente a variaciones en la
formulación de las preguntas» (Crespi, 1989, págs. 71-72). Esta es una oscilación
extrema para una pregunta sencilla. Y el azar crece, obviamente, cuando los
problemas son complicados. Cuando los ingleses fueron interpelados sobre la
adhesión a la Unión Europea, los que estaban a favor oscilaban (pavorosamente)
desde un 10 a un 60 por ciento; también esta vez, la causa de tal oscilación estaba en
función de cómo se formulan y varían las preguntas.
De todo esto se deduce, pues, que quien se deja influenciar o asustar por los
sondeos, el sondeo dirigido, a menudo se deja engañar en la falsedad y por la
falsedad. Sin embargo, en Estados Unidos la sondeo-dependencia de los políticos —
empezando por el presidente— es prácticamente absoluta. También en Italia,
Berlusconi vive de sondeos y su política se basa en ellos. Porque la sondeo-
dependencia, como ya he dicho, es la auscultación de una falsedad que nos hace caer
en una trampa y nos engaña al mismo tiempo. Los sondeos no son instrumentos de
demo-poder —un instrumento que revela la vox populi— sino sobre todo una
expresión del poder de los medios de comunicación sobre el pueblo; y su influencia
bloquea frecuentemente decisiones útiles y necesarias, o bien lleva a tomar
decisiones equivocadas sostenidas por simples «rumores», por opiniones débiles,
deformadas, manipuladas, e incluso desinformadas. En definitiva, por opiniones
ciegas.
Hablo de opiniones ciegas porque todos los profesiosales del oficio saben, en el
fondo, que la gran mayoría de los interpelados no sabe casi nada de las cuestiones
bre las que se le preguntan. Dos de cada cinco amennos no saben qué partido —y
sólo hay dos partidos— 4urola su parlamento, ni saben dónde están los países del
mundo (cfr Erikson et al., 1988).
Se puede pensar: ¿qué diferencia hay si no se saben estas cosas? En sí misma, hay
muy poca diferencia; pero es enorme si estas lagunas elementales se interpretan
como indicadores de un desinterés generalizado. El argumento es que si una persona
no sabe ni siquiera estas cosas tan elementales, con mayor razón no tendrá noción
alguna de los problemas por simples que sean.