Page 101 - El Misterio de Salem's Lot
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jamás hizo nada lo confiesa todo.
Parkins exhaló una bocanada de humo y se dirigió a la puerta.
—No quiero seguir mojando su alfombra, señor Mears. Le agradezco que me
haya atendido, y, para su información, le diré que no creo que usted haya visto jamás
al chico de los Glick. Pero mi trabajo es averiguar esas cosas.
—Ya. —Ben hizo un gesto de asentimiento.
—Y es mejor que sepa cómo son las cosas en lugares como Salem's Lot o
Milbridge o Guliford o cualquier pueblecito de éstos. Hasta que no haya pasado aquí
veinte años, usted seguirá siendo el forastero del pueblo.
—Lo sé. Lamento haberme enfadado con usted. Después de una semana de
buscarlo sin encontrar nada... —Ben sacudió la cabeza.
—Sí —asintió Parkins—. Malo para la madre. Malísimo. Cuídese.
—Lo haré.
—¿No está resentido?
—No. —Ben hizo una pausa—. ¿Quiere decirme una cosa?
—Si puedo, sí.
—¿Dónde consiguió el libro?
Parkins Gillespie volvió a sonreír.
—Bueno, en Cumberland hay un tipo que tiene una tienda de muebles usados. Es
medio raro, la verdad. Se llama Gendron. Vende libros de bolsillo a diez centavos el
ejemplar, y de éstos tenía cinco.
Ben se echó a reír. Parkins Gillespie se fue, sonriendo y fumando. Ben se acercó a
la ventana y se quedó mirando cómo el agente salía y cruzaba la calle, esquivando los
charcos con sus botas negras.
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Parkins se detuvo a mirar por la vidriera de la nueva tienda antes de llamar a la
puerta. Cuando aquello era la lavandería del pueblo, uno podía mirar dentro y ver un
grupo de mujeres gordas con rulos que agregaban lejía o buscaban cambio en la
máquina adosada a la pared; la mayoría de ellas mascaba chicle como vacas
rumiando hierba. Pero la tarde anterior había visto aparcado el camión de un
decorador de interiores de Portland, y el aspecto del local era ahora muy diferente.
Detrás de la vidriera habían instalado dos reflectores que arrojaban una suave luz
sobre los tres objetos dispuestos en el escaparate: un reloj, una rueca y un antiguo
armario de madera de guindo. Frente a cada una de las piezas había un pequeño atril
que exhibía discretamente una etiqueta con el precio. Se necesitaba haber perdido la
cabeza para pagar 600 dólares por una rueca cuando en el Monte de Piedad se podía
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