Page 97 - El Misterio de Salem's Lot
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Compró un trozo de rosbif, un kilo de chuletas, un poco de carne picada y medio
           kilo de hígado de ternera. A eso se sumaron otros productos —harina, azúcar, judías
           — y varias hogazas de pan.

               Hizo toda la compra en el más absoluto silencio. Los parroquianos de la tienda
           siguieron  alrededor  de  la  gran  estufa  Pearl  Kineo  que  el  padre  de  Milt  había
           modificado  para  que  funcionara  con  petróleo.  Mientras  fumaban,  miraban

           prudentemente al cielo y observaban al extraño por el rabillo del ojo.
               Cuando Milt terminó de colocar los artículos en una gran caja de cartón, Straker
           pagó en efectivo, con un billete de veinte y otro de diez. Recogió la caja, se la puso

           bajo el brazo y les volvió a dedicar su sonrisa dura, rápida y sin humor.
               —Adiós, caballeros —dijo, y se fue.
               Joan  Crane  llenó  de  tabaco  su  pipa,  hecha  con  una  mazorca  de  maíz.  Clyde

           Corliss  se  echó  hacia  atrás  y  escupió  junto  a  la  estufa.  Vinnie  Upshaw  sacó  del
           bolsillo del chaleco papel para liar y le echó unas hebras de tabaco con sus dedos

           artríticos.
               Todos observaron cómo el forastero cargaba la caja en el maletero del coche. Eran
           conscientes  de  que  la  caja  debía  pesar  unos  quince  kilos,  y  todos  le  habían  visto
           ponérsela debajo del brazo al salir, como si fuera una almohada de pluma. Dio la

           vuelta hacia el lado del conductor, se sentó al volante y partió por Jointner Avenue. El
           coche ascendió por la colina, dobló a la derecha para tomar Brooks Road, desapareció

           y  volvió  a  aparecer  detrás  de  los  árboles  un  rato  después,  reducido  ahora  por  la
           distancia al tamaño de un juguete. Tomó por la entrada para coches de la casa de los
           Marsten y se perdió de vista.
               —Un tipo raro—señaló Vinnie.

               Se puso el cigarrillo en la boca, le quitó unas hebras que asomaban por el extremo
           y sacó del bolsillo del chaleco una cerilla.

               —Debe de ser uno de los que compraron esa tienda —aventuró Joe Grane.
               —Y la casa de los Marsten —añadió Vinnie.
               Clyde Corliss soltó una ventosidad.
               Pat Middler se hurgaba con gran concentración un callo en la palma de la mano

           izquierda.
               Pasaron cinco minutos.

               —¿Creéis que tendrán éxito? —preguntó Clyde.
               —Quizá —respondió Vinnie—. Es posible que en el verano les vaya bien. Tal
           como están las cosas hoy día, es difícil decirlo.

               Un murmullo general, casi un suspiro de asentimiento.
               —Es un tipo fuerte —comentó Joe.
               —Aja  —coincidió  Vinnie—.  Y  tenía  un  Packard  del  treinta  y  nueve,  sin  una

           simple mancha de herrumbre siquiera.




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