Page 99 - El Misterio de Salem's Lot
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los labios. Tenía en la mano un libro de bolsillo, y a Ben le hizo gracia advertir que se
           trataba de la edición Bantam de La hija de Conway.
               —Adelante, agente —le invitó—. Hay mucha humedad fuera.

               —Un poco, sí —asintió Parkins, mientras entraba—. Septiembre es la época de la
           gripe. Yo uso siempre botas. Hay quien se ríe, pero no he tenido gripe desde 1944 en
           Saint-Ló, Francia.

               —Deje su chaqueta sobre la cama. Lamento no poder ofrecerle café.
               —No quisiera mojarle nada —dijo Parkins, mientras sacudía la ceniza en el cesto
           de los papeles—. Y acabo de tomar una taza de café en el Excellent.

               —¿Puedo serle útil?
               —Bueno,  mi  mujer  leyó  esto...  —Levantó  el  libro—.  Y  oyó  decir  que  usted
           estaba  en  la  ciudad,  pero  ella  es  tímida.  Se  le  ocurrió  que  tal  vez  usted  podría

           dedicarle el libro o algo así.
               Ben tomó el libro.

               —Por lo que dice Weasel Craig, hace catorce o quince años que su mujer murió.
               —¿Eso  dice?  —Parkins  no  dio  la  menor  señal  de  sorpresa—.  Cómo  le  gusta
           hablar al tal
               Weasel. Algún día abrirá tanto la boca que caerá adentro.

               Ben no dijo nada.
               —¿No le parece que me lo podría firmar a mí, entonces?

               —Encantado.
               Ben tomó una pluma del escritorio, abrió el libro por la solapa («¡Un palpitante
           trozo de vida!», Cleveland Plan Dealer), y escribió: «Con los mejores deseos para el
           agente Gillespie, de Ben Mears; 24/9/75.» Luego se lo devolvió.

               —Se  lo  agradezco  mucho  —dijo  Parkins,  sin  mirar  qué  había  escrito  Ben.  Se
           inclinó  para  apagar  el  cigarrillo  en  el  costado  de  la  papelera—.  Es  el  único  libro

           firmado que tengo.
               —¿Ha venido para interrogarme? —preguntó Ben, sonriente.
               —Es bastante despierto, usted —comentó Parkins—. Ahora que lo dice, sí, quería
           hacerle una o dos preguntas. Esperé a que Nolly tuviera algo más que hacer. Es buen

           muchacho, pero a él también le gusta hablar. Dios, la de chismes que corren.
               —¿Qué quiere saber?

               —Principalmente, dónde estuvo el miércoles pasado por la noche.
               —¿La noche en que desapareció Ralphie Glick?
               —Exacto.

               —¿Soy sospechoso?
               —No, señor. Yo no tengo sospechosos. Un asunto de este tipo queda fuera de mi
           alcance, digamos. Lo mío es parar a los que van a demasiada velocidad al salir del

           bar de Dell, o ahuyentar a los muchachos del parque antes de que se pongan pesados.




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