Page 92 - El Misterio de Salem's Lot
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era casi un sollozo.
               —Vamos —le animó Royal—. Deshagámonos de él.
               Arrastraron el cajón sobre el elevador y lo hicieron bajar. Cuando estuvo al nivel

           de la cintura, Hank detuvo el elevador y volvieron el cajón.
               —Tranquilo  —gruñó  Royal  mientras  retrocedía  hacia  los  escalones—.
           Tranquilo...

               Bajo la luz roja de las luces traseras, su rostro aparecía tenso como si hubiera
           sufrido un ataque al corazón.
               Bajó de espaldas los peldaños, uno por uno, con el cajón apoyado contra el pecho.

           Era  un  peso  tremendo,  como  si  llevara  encima  una  lápida  de  piedra.  Era  pesado,
           pensaría después, pero no tanto. Él y Hank habían llevado cargas más pesadas para
           Larry Crockett, subiendo y bajando escaleras, pero en la atmósfera de ese lugar había

           algo que le encogía a uno el corazón, algo que no era bueno.
               Los  escalones  estaban  húmedos  y  resbaladizos,  y  en  dos  ocasiones  Royal  se

           tambaleó, a punto de perder el equilibrio, gritando:
               —¡Eh! ¡Cuidado!
               Finalmente, llegaron abajo. El techo les oprimía con su poca altura, y avanzaron
           encorvados como brujas bajo el peso del aparador.

               —¡Déjalo aquí, no puedo más! —jadeó Hank.
               Lo  dejaron  caer  con  un  golpe  y  ambos  se  apartaron.  Al  mirarse  a  los  ojos

           advirtieron que alguna secreta alquimia había cambiado el miedo en terror. El sótano
           parecía de pronto lleno de secretos ruidos susurrantes. Ratas, tal vez, o quizá algo
           imposible de pensar.
               De pronto, Hank primero y Royal Snow tras él, dieron un salto y subieron a la

           carrera los escalones. Royal cerró de un golpe las puertas del sótano.
               Treparon apresuradamente a la cabina del camión; Hank lo puso en marcha y se

           dispuso a partir. Royal lo aferró del brazo; en la oscuridad su rostro parecía todo ojos,
           enormes y fijos.
               —Hank, no hemos puesto los candados.
               Los dos se quedaron mirando el haz de candados nuevos que pendían del tablero,

           sostenidos  por  un  trozo  de  alambre  de  embalar.  Hank  buscó  en  el  bolsillo  de  su
           americana y sacó un llavero con cinco llaves Yale nuevas: una era para el candado

           que habían dejado en la puerta de la tienda, en el pueblo, las otras cuatro para la casa.
           Cada una tenía su etiqueta,
               —Oh,  por  Dios  —masculló—.  Oye,  ¿y  si  volvemos  mañana  por  la  mañana

           temprano...?
               Royal tomó la linterna de la guantera.
               —Eso no puede ser, y tú lo sabes —respondió.

               Volvieron  a  bajar  de  la  cabina,  sintiendo  cómo  la  fresca  brisa  nocturna  les




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