Page 91 - El Misterio de Salem's Lot
P. 91
—En fin, si tenemos que hacerlo, adelante.
Echaron una última mirada al aparador encerrado en su embalaje y después Hank
cerró de un golpe la puerta trasera. Se sentó al volante y tomó por Jointner Avenue
hasta Brooks Road. Un minuto después, sombría y crepitante, se erguía ante ellos la
casa de los Marsten, y Royal sintió el primer retortijón de miedo en el vientre.
—Dios, qué lugar tan escalofriante —murmuró Hank—. ¿Quién puede querer
vivir allí?
—No lo sé, ¿Ves alguna luz detrás de los postigos?
—No.
Parecía que la casa se inclinara hacia ellos, como si esperara su llegada. Hank
condujo el camión por el camino de entrada y dio la vuelta hacia el fondo. Ninguno
de los dos miró demasiado lo que las inciertas luces delanteras podían revelar entre la
exuberante hierba del patio del fondo. Hank sentía que su corazón se encogía por un
sentimiento de pánico que no había experimentado siquiera en Vietnam, aunque allí
había vivido casi todo el tiempo asustado. Pero aquél era un miedo racional. Miedo
de pisar alguna planta venenosa que le hinchara a uno el pie hasta convertírselo en un
mefítico globo verde, miedo de que algún muchachito de uniforme negro cuyo
nombre jamás uno habría podido pronunciar le volara la cabeza con un fusil ruso,
miedo de que a uno le tocara un oficial chiflado que le ordenara ametrallar a todo el
mundo en una aldea donde una semana antes habían estado los vietcong. Pero éste de
ahora era un miedo infantil, onírico. Un miedo sin puntos de referencia. Una casa era
una casa: tablas, bisagras, clavos, tejas. No había razón para sentir que cada rendija
astillada exhalaba el polvoriento aroma del mal. Eso no eran más que ideas estúpidas.
¿Fantasmas? Hank no creía en fantasmas. Imposible creer en ellos después de
Vietnam.
Tuvo que hacer dos intentos antes de poder meter la marcha atrás y retroceder
hasta detener el camión ante la entrada del sótano. Las herrumbradas puertas estaban
abiertas y, bajo el rojo resplandor de las luces traseras del camión, parecía que los
escalones de piedra descendieran hacia el infierno.
—Amigo, esto no me gusta nada —declaró Hank. Intentó sonreír, pero sólo le
salió una mueca. —A mí tampoco.
Los dos se miraron a la débil luz del salpicadero, abrumados por el miedo. Pero la
infancia había quedado atrás, y no podían marcharse sin hacer el trabajo por un miedo
irracional. ¿Cómo lo explicarían a la luz del día sin que se burlaran de ellos? El
trabajo había que hacerlo.
Hank apagó el motor, bajaron y se dirigieron hacia la trasera del camión. Royal
trepó, soltó el seguro de la puerta y bajó la rampa sobre sus rieles.
El cajón seguía allí, todavía con rastros de serrín, inmóvil y silencioso.
—¡Dios, no quiero tener que bajarlo! —exclamó Hank Peters, con una voz que
www.lectulandia.com - Página 91