Page 86 - El Misterio de Salem's Lot
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750.000 dólares por cabeza, de lo cual no tuvieron que declarar más que un tercio a
los recaudadores de impuestos del Tío Sam. Todo andaba a las mil maravillas, y si el
techo del supermercado salió con unas cuantas goteras, bueno, qué se le iba a hacer.
Entre 1966 y 1968, Larry compró acciones suficientes para controlar tres
empresas de remolques de Maine, e hizo toda clase de piruetas para mantener alejada
a la gente de los impuestos. A Romeo Poulin le describió el proceso como entrar en el
túnel del amor con la chica A, acostarse con la chica B que iba en el coche de atrás y
terminar cogido de la mano con la chica C del otro lado. Larry terminó comprándose
casas rodantes a sí mismo, y esas transacciones incestuosas resultaron tan
beneficiosas que casi daban miedo.
Tratos con el diablo, vaya, pensaba Larry mientras recorría sus papeles. Cuando
uno hace trato con él, los pagarés huelen a azufre.
La gente que compraba caravanas eran obreros o empleados de clase media baja,
gente que no tenía posibilidad de pagar una entrada por una casa más convencional, o
jubilados que buscaban cómo sacar el máximo partido a la Seguridad Social. La idea
de una flamante vivienda de seis habitaciones era muy importante para esa gente y,
para los más ancianos, había otra ventaja que algunos vendedores olvidaban destacar
pero que Larry, siempre astuto, subrayaba: las caravanas no tenían más que una
planta, y no había que subir ninguna escalera.
La financiación también era fácil. Por lo general, con una entrada de 500 dólares
la operación quedaba cerrada, y si incluso en esos días de la década de los sesenta en
los que el dinero aún tenía valor, los 9.500 restantes se gravaban con un interés del 24
por ciento, eso rara vez le parecía una trampa a esa gente ansiosa de tener su casa.
¡Y el dinero entraba a espuertas!
El propio Crockett había cambiado muy poco, incluso después de haber sellado el
pacto con el inquietante señor Straker. Ningún decorador afeminado fue a redecorarle
el despacho. Seguía conformándose con el ventilador eléctrico en vez de poner aire
acondicionado. Usaba los mismos trajes relucientes o sus eternos y brillantes
conjuntos de deporte. Siguió fumando los mismos cigarros baratos y acudiendo a la
taberna de Dell los sábados por la noche para beberse algunas cervezas y jugar a los
naipes con los muchachos. No había abandonado los negocios inmobiliarios en el
municipio, lo que le suponía dos importantes ventajas: primero, le había valido ser
elegido como funcionario, y segundo, le permitía manejar hábilmente su declaración
de impuestos, porque las operaciones visibles quedaban todos los años un escalón por
debajo del mínimo no imponible. Aparte de la casa de los Marsten, era y había sido el
agente de ventas de unas tres docenas de mansiones decrépitas de la zona. Claro que
hubo algunos tratos buenos, pero Larry no presionó. Después de todo, el dinero
entraba a espuertas.
Demasiado dinero, tal vez. Era posible pasarse de listo, pensó. Entrar en el túnel
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