Page 84 - El Misterio de Salem's Lot
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—Todavía no —pidió él—. Dame tiempo. Te lo diré tan pronto pueda. Es... tiene
           que ir resolviéndose solo.
               En ese momento Susan quiso decirle te amo, decírselo con la soltura y la falta de

           aprensión con que la idea había aflorado a su conciencia, pero se mordió el labio para
           no  dejar  salir  las  palabras.  No  quería  decírselo  mientras  él  estuviera  mirando...
           mirando hacia allá.

               Se levantó.
               —Voy a vigilar el guisado.
               Cuando  Susan  se  alejó,  Ben  seguía  fumando  y  mirando  hacia  la  casa  de  los

           Marsten.



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               En  la  mañana  del  día  22,  Lawrence  Crockett  estaba  sentado  en  su  oficina,
           aparentando leer su correspondencia de los lunes mientras espiaba por el rabillo del
           ojo  a  su  secretaria,  cuando  sonó  el  teléfono.  Larry  había  estado  pensando  en  su
           carrera  comercial  en  Salem's  Lot,  en  ese  pequeño  coche  reluciente  aparcado  en  la

           entrada de la casa de los Marsten, y en pactos con el diablo.
               Ya antes de que su pacto con Straker quedara consumado (Vaya palabra, pensó

           Larry, mientras sus ojos recorrían el frente de la blusa de su secretaria), Lawrence
           Crockett era, indudablemente, el hombre más rico de Salem's Lot y uno de los más
           ricos del condado de Cumberland, aunque no hubiera signo externo en su oficina ni

           en  su  persona  que  así  lo  indicara.  El  despacho  era  viejo,  polvoriento  y  apenas
           iluminado por dos bombillas manchadas por las moscas. El antiguo escritorio de tapa
           enrollable estaba atestado de papeles, lápices y correspondencia. En un extremo se

           veía un frasco de goma de pegar, y en el otro un pisapapeles de cristal, cuadrado, que
           lucía en sus diferentes caras fotos de la familia de Larry. En precario equilibrio sobre
           una pila de libros de contabilidad había una pecera de cristal llena de cerillas, con un

           cartel  que  anunciaba:  «Coja  lo  que  quiera.»  Salvo  tres  armarios  para  archivo,  a
           prueba de incendios, y el escritorio de la secretaria en su pequeño recinto, la oficina
           estaba vacía.

               Sin embargo, estaba decorada.
               Había  instantáneas  y  fotografías  por  todas  partes,  pinchadas  o  pegadas  sobre
           cualquier  superficie  disponible.  Algunas  eran  copias  Polaroid  recientes,  otras

           instantáneas  de  color  tomadas  algunos  años  atrás,  pero  la  mayoría  eran  fotos  en
           blanco y negro, arqueadas y amarillentas, que en algunos casos tenían hasta quince
           años. Debajo de cada una se leía un anuncio escrito a máquina: «¡Hermosa vivienda

           campestre, seis habitaciones!» O: «En lo alto de la colina, Taggart Stream Road, $




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