Page 107 - El Misterio de Salem's Lot
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BEN (II)




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               El 25 de septiembre Ben volvió a cenar con los Norton. Era jueves, y la comida
           fue la habitual: judías con salchichas. Bill Norton asó las salchichas en la parrilla de
           fuera, y Ann había tenido las judías hirviendo en melaza desde la mañana. Comieron

           en la mesa del jardín y después los cuatro se quedaron fumando, charlando de lo mal
           que estaban las cosas en Boston.
               El  aire  había  cambiado  sutilmente;  la  temperatura  seguía  siendo  bastante

           agradable, incluso en mangas de camisa, pero el aire tenía ya un resplandor helado. El
           otoño, ya casi visible, esperaba entre bambalinas. El enorme viejo arce que se erguía
           frente a la pensión de Eva Miller había empezado a ponerse rojo.

               Nada se había modificado en la relación de Ben con los Norton. Susan se sentía
           atraída por él, de un modo claro y natural. Y ella también le gustaba a él. Percibía en
           Bill una creciente simpatía, contenida por el tabú subconsciente que afecta a todos los

           padres cuando se hallan frente a hombres cuyo interés se dirige a sus hijas. Si a uno le
           cae  bien  otro  hombre,  dialoga  libremente  con  él,  discute  de  política  y  habla  de
           mujeres mientras ambos beben cerveza. Pero por más intensa que sea la simpatía, es

           imposible abrirse totalmente a un hombre entre cuyas piernas pende la desfloración
           potencial  de  una  hija.  Ben  se  preguntaba  si  después  del  matrimonio,  cuando  la
           posibilidad se hubiera concretado, se podría llegar a ser amigo del que noche tras

           noche se acostaba con la hija de uno. Tal vez en todo eso hubiera una enseñanza, pero
           Ben no lo creía.
               La frialdad de Ann Norton se mantenía. La noche anterior, Susan había contado a

           Ben algo respecto a su relación con Floyd Tibbits y de cómo su madre suponía que el
           problema de conseguir un futuro yerno aceptable había quedado resuelto en forma

           definitiva  y  satisfactoria.  Floyd  era  una  cantidad  conocida,  un  dato  seguro.  Ben
           Mears, por el contrario, había aparecido de la nada, y allí podía volver a desaparecer
           con la misma rapidez, y posiblemente llevándose en el bolsillo el corazón de su hija.
           Con un instintivo disgusto pueblerino (que Edward Arlington Robertson o Sherwood

           Anderson habrían reconocido sin demora), Ann desconfiaba del varón creativo, y Ben
           sospechaba que en lo profundo de su ser imperaba una máxima: esas personas son

           maricones o maníacos sexuales; pueden ser homicidas, suicidas o maníacos, y suelen
           hacer cosas como enviar a las jóvenes paquetitos en los que han envuelto su oreja
           izquierda. Aparentemente, la participación de Ben en la búsqueda de Ralphie Glick
           no había hecho más que intensificar sus sospechas, y nuestro amigo preveía que le iba

           a resultar imposible ganársela. No sabía si Ann estaría al tamo de la visita que le



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