Page 329 - El Misterio de Salem's Lot
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carretera. para luego seguir por la acera, vacilante. Un coche se precipitó hacia él con
           los faros encendidos mientras hacía sonar el claxon, hasta que en el último momento
           viró,  haciendo  chirriar  los  neumáticos  en  el  asfalto.  Cuando  ya  estaba  cerca  de  la

           parpadeante luz amarilla, empezó a llover.
               En las calles no había nadie; esa noche, puertas y postigos se habían cerrado en
           Salem's Lot. El restaurante estaba vacío, y en el bar de Spencer la señorita Coogan

           estaba sentada junto a la caja registradora, leyendo una fotonovela bajo la fría luz de
           los tubos fluorescentes. Fuera, bajo el cartel de neón que mostraba el perro azul en la
           mitad de un salto, un letrero rojo de neón anunciaba: AUTOBÚS.

               Tenían miedo, imaginó Callahan, y no les faltaban razones para ello. Dentro de
           ellos  había  algo  que  percibía  el  peligro,  y  esa  noche,  en  Solar,  se  habían  echado
           cerrojos que durante años no se habían cerrado.

               Andaba  solo  por  las  calles,  él,  el  único  que  no  tenía  nada  que  temer.  Qué
           paradójico.  Su  risa  sonó  como  un  sollozo  desesperado.  A  él  ningún  vampiro  le

           tocaría.  A  otros  tal  vez,  pero  a  él  no.  El  amo  le  había  señalado,  y  hasta  que  lo
           reclamara estaría en libertad.
               La iglesia de St. Andrew se elevaba ante él.
               Un momento de vacilación; después echó a andar por la senda. Entraría a rezar.

           Pasaría toda la noche en oración, si era necesario. Y no rezaría al nuevo Dios, al Dios
           de los guetos y la conciencia social y la medicina gratuita, sino al Dios de amaño, al

           que  por  mediación  de  Moisés  había  proclamado  que  no  toleraría  la  existencia  de
           hechiceros y que había otorgado a su Hijo el poder de levantarse de entre los muertos.
           Una segunda oportunidad, Dios. Toda mi vida para la penitencia a cambio de una
           segunda oportunidad.

               Torpemente subió los escalones, el hábito enfangado, en su boca el sabor de la
           sangre de Barlow.

               Al llegar arriba se detuvo y tendió la mano hacia el picaporte de la puerta central.
               Al tocarlo se produjo un relámpago azul que lo arrojó de espaldas. El dolor le
           recorrió el cuerpo al caer hecho un ovillo sobre los peldaños de granito y rodar hasta
           el sendero.

               Tembloroso, con la mano ardiendo, quedó tendido bajo la lluvia.
               Levantó la mano para mirársela. Estaba quemada.

               —Impuro —balbuceó—. Oh, Dios, qué impuro soy.
               Y se echó a temblar. Aferrándose los hombros con las manos, se estremeció bajo
           la lluvia mientras la iglesia se alzaba a sus espaldas, con las puertas cerradas para él.




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