Page 324 - El Misterio de Salem's Lot
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Pero en su mente algo más profundo le advertía que rehuir el compromiso del
           vampiro era arriesgarse demasiado. Si no se atrevía a separarse de la cruz, eso sería
           como admitir... admitir ¿qué? Si las cosas no se desarrollaran con tanta rapidez, si

           tuviera tiempo de pensar, de razonar...
               El brillo de la cruz estaba extinguiéndose.
               Callahan la miró con ojos dilatados. En el vientre, el miedo se convirtió en una

           maraña de alambres al rojo. Con un sobresalto, levantó la cabeza para mirar a Barlow,
           que  se  le  acercaba  lentamente  a  través  de  la  cocina,  con  una  sonrisa  amplia,  casi
           voluptuosa.

               —¡Atrás! —bramó roncamente Callahan mientras a su vez retrocedía—. ¡Te lo
           ordeno en nombre de Dios!
               Barlow se rió en su cara.

               El resplandor de la cruz no era más que una débil luz vacilante, cruciforme. Las
           sombras  habían  vuelto  al  rostro  del  vampiro,  haciendo  de  sus  rasgos  una  máscara

           extraña y cruel, dibujada con líneas y triángulos bajo los pómulos salientes.
               Callahan retrocedió un paso más y chocó contra la mesa de la cocina; del otro
           lado sólo estaba la pared.
               —Ya no tienes a dónde ir —murmuró Barlow. En sus ojos sombríos bullía una

           alegría infernal—. Qué triste es ver vacilar la fe de un hombre. Oh, sí...
               La  cruz  tembló  en  la  mano  de  Callahan  y  de  pronto  su  luz  terminó  de

           desvanecerse. No era más que un trozo de yeso que su madre había comprado en una
           tienda de recuerdos de Dublín, probablemente a un precio ínfimo. El poder que antes
           había  comunicado  a  su  brazo,  un  poder  suficiente  para  derribar  paredes  y  partir
           piedras, había desaparecido. Los músculos recordaban su palpitación, pero no podía

           reproducirla.
               Desde  las  tinieblas,  Barlow  tendió  la  mano  y  le  arrebató  la  cruz  de  entre  los

           dedos. Callahan lanzó un grito de agonía, el grito que, sin llegar jamás a la garganta,
           había vibrado en el alma de aquel niño de antaño a quien todas las noches dejaban
           solo  con  el  señor  Flip,  que  desde  el  armario  entreabierto  lo  espiaba  por  entre  los
           postigos  del  sueño.  Y  el  ruido  que  siguió  le  acosaría  por  el  resto  de  su  vida:  dos

           chasquidos secos, mientras Barlow rompía los brazos de la cruz, y el ruido con que
           los trozos cayeron al suelo.

               —¡Dios te maldiga! —le gritó.
               —Pasó el momento del melodrama —dijo desde las tinieblas, con tristeza casi, la
           voz de Barlow—. Ya no es necesario. Tú has olvidado la doctrina de tu propia Iglesia,

           ¿no es así? La cruz, el pan y el vino, el confesionario... no son más que símbolos. Sin
           fe, la cruz no es más que madera, el pan trigo cocido, el vino uva fermentada. Si
           hubieras arrojado la cruz, podrías haberme vencido otra noche. En cierto modo, yo

           esperaba  que  fuera  así.  Hace  muchísimo  tiempo  que  no  me  enfrento  con  un




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