Page 321 - El Misterio de Salem's Lot
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Petrie había vuelta a informarles que el teléfono no funcionaba. Casi
inmediatamente se habían quedado sin luz. June Petrie dio un grito. Se oyó caer una
silla. Durante unos momentos todos habían andado a tientas en la oscuridad,
llamándose unos a otros. Después, la ventana que había sobre el fregadero de la
cocina se había roto estrepitosamente hacia dentro, llenando de vidrios el suelo de
linóleo. Todo eso había pasado en menos de treinta segundos.
Después una sombra había entrado en la cocina, y Callahan había conseguido
romper el hechizo que lo inmovilizaba. Aferró torpemente la cruz que llevaba al
cuello, y tan pronto como sus dedos la tocaron, el cuarto se inundó de luz
sobrenatural.
Vio que Mark procuraba arrastrar a su madre hacia la arcada que daba a la sala.
Henry Petrie estaba junto a ellos, con la cabeza vuelta, su rostro sereno súbitamente
boquiabierto al contemplar esa invasión absolutamente ilógica. Y tras él, alzándose
sobre todos ellos, la pálida mueca de un rostro que parecía sacado de un cuadro de
Frazetta y que al sonreír dejó al descubierto los largos y agudos colmillos. Los ojos
enrojecidos parecían las calderas del infierno. Las manos de Barlow se extendieron
(apenas si Callahan tuvo tiempo de advertir que esos dedos lívidos eran largos y
sensibles como los de un concertista de piano) hasta aferrar la cabeza de Henry Petrie
y la de June, para hacerlas chocar con un crujido estremecedor. Los dos se habían
desplomado sobre el suelo, demostrando así que la primera amenaza de Barlow se
había cumplido.
Mark dejó escapar un grito desgarrador y, sin pensarlo, se arrojó contra Barlow.
—¡Y por fin vienes! —había exclamado Barlow con tono de buen humor y voz
profunda y poderosa.
Mark, que le había atacado en un impulso, quedó instantáneamente atrapado.
Con la cruz en alto, Callahan se adelanto.
La mueca de triunfo de Barlow se convirtió en un rictus de agonía. Se tambaleó
mientras retrocedía hacia el fregadero, arrastrando al niño delante de sí. Los pies de
ambos crujían al pisar los cristales rotos.
—En el nombre de Dios... —empezó Callahan.
Al oír aquello Barlow dejó escapar un grito como si le hubieran azotado, con una
mueca que dejaba ver el brillo maligno de sus colmillos. Los músculos del cuello se
marcaban con enérgica nitidez.
—¡No te acerques! —gritó—. ¡No te acerques porque seccionaré la yugular y la
carótida del chico antes de que puedas respirar siquiera!
Mientras hablaba, el labio superior dejaba ver los largos caninos aguzados como
agujas, y al terminar, su cabeza descendió con la ávida velocidad de una serpiente,
pasando a un centímetro escaso del cuello de Mark.
Callahan se detuvo.
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