Page 317 - El Misterio de Salem's Lot
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Henry Petrie era un hombre instruido. Había pasado por varias escuelas técnicas
antes de doctorarse en económicas. Había abandonado la docencia en un excelente
colegio para hacerse cargo de un puesto administrativo en una compañía de seguros,
con la esperanza de aumentar sus ingresos y para comprobar si algunas de sus ideas
daban tan buenos resultados en la practica como en teoría. Y los dieron. La meta que
se había establecido era empezar la década de 1980 ocupando un alto cargo en el
gobierno federal.
La vena visionaria de su hijo no era herencia de Henry Petrie; la lógica de su
padre era hermética y completa, y el mundo en que vivía estaba organizado con
precisión. En las elecciones de 1972 había votado a Nixon, no porque creyera en su
honradez, ya que más de una vez le había dicho a su mujer que Richard Nixon era un
ratero sin imaginación y con tanta sutileza como un ratero, sino porque su oponente
era un aviador chinado que hubiera llevado al país a la ruina económica. Había
contemplado la contracultura de fines de los sesenta con tolerancia, convencido de
que tal movimiento se desmoronaría por sí solo, ya que no tenía una base económica
en que afirmarse. Su amor por su mujer y su hijo no era un amor bello — nadie
escribiría jamás un poema a la pasión de un hombre que contaba sus ahorros en
presencia de su mujer—, pero era firme y sin desviaciones. Recto como una flecha,
confiaba en sí mismo y en las leyes naturales que regían la física, las matemáticas, la
economía y (aunque en grado un poco menor) la sociología.
Escuchó el relato que le hicieron su hijo y el sacerdote del pueblo mientras
tomaba una taza de café y les formulaba lúcidas preguntas en los puntos en que el
hilo de la narración se enmarañaba o se perdía. Su calma parecía acentuarse con lo
grotesco de la historia y con la creciente agitación de June, su mujer. Cuando
hubieron terminado, casi a las siete de la tarde, Henry Petrie expresó su veredicto en
cuatro sílabas, meditadas y tranquilas:
—Imposible.
Mark suspiró y miró a Callahan.
—Se lo dije.
Efectivamente, se lo había dicho mientras venían de la rectoría en el viejo coche
de Callahan.
June se dirigió a su marido:
—Henry, ¿no te parece que...?
—Espera.
La palabra y la mano levantada silenciaron a la madre de Mark, que se sentó y
rodeó a su hijo con el brazo, apartándolo de la proximidad de Callahan, sin que el
muchacho protestara.
Henry Petrie miró cordialmente al padre Callahan.
—Vamos a ver si podemos enfocar como dos personas razonables este delirio, o
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