Page 312 - El Misterio de Salem's Lot
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cabeza hacia atrás, aspirando ávidamente el aire.



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               En el otoño, la noche desciende sobre Solar de la siguiente manera: primero el sol

           pierde su débil influencia sobre el aire y éste se enfría, y le hace recordar a uno que el
           invierno se acerca, y que el invierno será largo. Se forman nubes y las sombras se

           alargan.  Son  sombras  sin  espesor,  a  diferencia  de  las  sombras  del  verano;  en  los
           árboles no hay hojas ni en el cielo hay nubes.
               A medida que el sol se acerca al horizonte, su amarillo empieza a intensificarse
           hasta convertirse en destellos de un naranja coléricamente inflamado. Y arroja sobre

           el horizonte un resplandor variopinto imponiendo al rebaño de nubes una alternancia
           de rojo, anaranjado, bermellón y púrpura. A veces las nubes se apartan y dejan pasar

           algún inocente rayo amarillo de sol, amargamente nostálgico del verano que se ha
           ido.
               Son las siete de la tarde, la hora de cenar (en Solar, la comida se sirve al mediodía
           y los hombres salen con su merienda en una cesta cuando se van a trabajar). Mabel

           Werts, con los huesos acorralados por la grasa enfermiza y pastosa de la vejez, está
           sentada ante una pechuga de pollo a la parrilla y una taza de té Lipton, con el teléfono

           junto al codo. En casa de Eva, los hombres recurren a las provisiones que cada uno
           tiene: bocadillos, carne de vaca enlatada, judías envasadas que tienen poco que ver
           con  las  que  preparaba  su  madre  hace  muchos  años,  todos  los  sábados,  fideos  o

           hamburguesas  recalentadas;  compradas  al  volver  del  trabajo  en  el  McDonald's  de
           Falmouth.  Eva  está  en  la  habitación  de  delante,  ante  la  mesa,  jugando
           exasperadamente a las cartas con Grovel Verril, al tiempo que urge a los demás para

           que cada uno lave su plato y dejen de dar vueltas. Nadie recuerda haberla visto nunca
           así, nerviosa como un gato. Pero los hombres saben qué le pasa, aunque ella no lo
           sepa.

               El señor Petrie y su mujer están en la cocina, comiendo bocadillos y procurando
           borrar  el  asombro  de  la  llamada  que  acaban  de  recibir,  una  llamada  del  sacerdote
           católico del pueblo, el padre Callahan: «Su hijo está conmigo, y está bien. Dentro de

           un rato lo llevaré a casa. Adiós.» Después de discutir si debían llamar a U policía, a
           Parkins Gillespie, han decidido esperar un poco más. Han advertido que hay cambios
           en su hijo. Pero, aunque no lo admitan, sobre ellos siguen cerniéndose los espectros

           de Ralphie y de Danny Glick.
               En la trastienda de su negocio, Milt Crossen está comiendo pan al tiempo que
           bebe un vaso de leche. Desde que murió su mujer, allá por el sesenta y ocho, casi no

           tiene apetito. Delbert Markey, el propietario de la taberna, se abre paso entre las cinco




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