Page 310 - El Misterio de Salem's Lot
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espantosa:
«Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces.» ¿Alguna vez
volvería a existir para alguno de ellos la dulzura? —¡Llévatela! —gimió—. No me
hagáis hacer esto... No hubo respuesta. Sintió que la frente, las mejillas y los brazos
se le cubrían de un sudor frío. La estaca, que durante horas no había sido más que un
simple bate de béisbol, estaba ahora investida de una pesadez aterradora, como si en
ella convergieran, invisibles, pero titánicas, mil líneas de fuerza.
Ben levantó la estaca y la apoyó sobre el pecho izquierdo, por encima del último
botón prendido de la blusa de Susan. La punta marcó un hoyuelo en la carne, y él
sintió que la boca empezaba a sacudírsele en un tic incontrolable.
—Si no está muerta... —dijo con voz áspera y pastosa, refugiándose en su última
defensa.
—No —confirmó implacablemente Jimmy—. Debe morir, Ben.
Jimmy había hecho la demostración para todos; había atado en torno del brazo
inmóvil el aparato de tomar la presión arterial y lo había inflado. Las cifras habían
sido 00/00. Jimmy había puesto el estetoscopio en el pecho de Susan y les había
hecho escuchar a todos el silencio de aquel cuerpo.
Algo apareció en la otra mano de Ben, quien años más tarde no podría recordar
aún cuál de sus compañeros se lo había entregado. El martillo. El martillo de
carpintero, con la empuñadura de goma en el mango.
—Hazlo lo más pronto posible —le indicó Callahan—, y sal a la luz del día.
Nosotros nos encargaremos de todo lo demás.
Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces, pensó Ben.
—Que Dios me perdone —murmuró.
Levantó el martillo y lo dejó caer.
Éste golpeó la estaca, y el estremecimiento gelatinoso que se propagó a todo lo
largo del fresno jamás dejaría de volver en las pesadillas de Ben. Como si la fuerza
del golpe los abriera, los párpados de Susan se levantaron, dejando ver los ojos,
enormes y azules.. Un surtidor de sangre surgió por donde había entrado la estaca, en
un torrente brillante y de increíble abundancia, que salpicó las manos, la camisa, las
mejillas de Ben. En un instante, el sótano se llenó del cálido y metálico olor de la
sangre.
Susan se retorció sobre la mesa. Sus manos se levantaron en el aire, en un
enloquecido aletear. Sus pies marcaron un ritmo sin sentido sobre la madera de la
plataforma. Al abrirse, la boca dejó ver los horribles colmillos lobunos, y de su
garganta, como de un clarín del infierno, empezaron a brotar alaridos inhumanos.
Hilos de sangre descendían también de las comisuras de la boca.
El martillo subía y volvía a caen una vez... y otra... y otra.
En el cerebro de Ben resonaban los graznidos de una gran bandada de cuervos
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