Page 311 - El Misterio de Salem's Lot
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negros.  El  tumulto  de  sus  pensamientos  removía  imágenes  terribles  y  olvidadas.
           Tenía  las  manos  teñidas  de  escarlata,  así  como  la  estaca  y  el  martillo  que  caía
           despiadadamente.  La  linterna  de  Jimmy,  que  temblaba,  empezó  a  iluminar

           intermitentemente  la  cara  enloquecida  de  Susan.  Clavó  los  dientes  en  los  labios,
           desgarrándolos.  La  sangre  se  derramaba  sobre  la  sábana  de  hilo  blanco,  haciendo
           sobre ella dibujos que parecían ideogramas chinos.

               Después, repentinamente, la espalda se le tensó como un arco y la boca se le abrió
           hasta  que  pareció  que  las  mandíbulas  iban  a  dislocarse.  Un  enorme  borbotón  de
           sangre, más oscura, brotó de la herida abierta por la estaca: la sangre del corazón. El

           alarido que se levantó de la cámara de resonancia de esa boca abierta subía desde los
           sustratos  de  la  más  antigua  memoria  de  la  raza  y  más  allá,  hacia  las  húmedas
           oscuridades del alma humana. De pronto la sangre manó a borbotones también de la

           nariz y la boca, en una marea en la que había algo más. Algo que en la débil luz no
           era más que una sugerencia, una sombra, de algo que saltaba y escapaba, castigado,

           expulsado. Algo que se mezcló con la oscuridad y desapareció.
               Susan se reclinó hacia atrás, mientras la boca se relajaba y se cerraba. Los labios
           macerados  dejaron  escapar  un  último  susurro  de  aire.  Durante  un  momento  los
           parpadeos aletearon y Ben vio, o le pareció ver, a la Susan que había conocido en el

           parque.
               Ya estaba hecho.

               Ben retrocedió, mientras dejaba caer el martillo, con las manos extendidas ante él,
           como un director de orquesta aterrorizado porque la sinfonía se le ha convertido en
           un caos.
               Callahan le apoyó la mano en un hombro.

               —Ben...
               Ben Mears salió huyendo.

               Tropezó mientras subía por las escaleras, se cayó y subió a gatas hacia la luz. El
           horror de la infancia y el de la edad adulta se habían mezclado. Si miraba por encima
           de su hombro vería a Hubie Marsten (o tal vez a Straker) pisándole los talones, con
           una mueca en la cara verdosa e hinchada, con la cuerda profundamente hundida en el

           cuello, y la mueca dejaba ver colmillos. Dejó escapar un grito desesperado.
               —No, dejadlo ir —oyó decir al padre Callahan.

               Pasó como un torbellino por la cocina y salió por la puerta. Los escalones del
           porche no existieron para sus pies y se precipitó directamente sobre la tierra. Se puso
           de rodillas, se arrastró un poco, consiguió levantarse y miró atrás.

               Nada.
               La casa se alzaba, sin sentido, despojada ahora de todo su mal. De nuevo era una
           casa y nada más.

               Ben  Mears  se  quedó  en  el  silencio  del  patio  sofocado  por  las  hierbas,  con  la




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