Page 309 - El Misterio de Salem's Lot
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forma de rombo asomaban todavía viejas botellas. Algunas habían estallado, y allí
donde antes el borgoña burbujeante había esperado el paladar que lo apreciara,
anidaban ahora las arañas. Otras se habían avinagrado; un olor ácido flotaba en el
aire, mezclado con el de la inexorable corrupción.
—No —dijo Ben, con la voz contenida del hombre que dice verdad—. No puedo.
—Debe hacerlo —precisó el padre Callahan—. No será fácil, ni siquiera para su
bien, pero debe hacerlo.
—¡No puedo! —gimió Ben, y sus palabras resonaron en el sótano.
En el centro, sobre una especie de estrado iluminado por la linterna de Jimmy,
yacía inmóvil Susan Norton, cubierta desde los hombros hasta los pies por una tela de
lino blanco. Mientras se acercaban, ninguno había sido capaz de hablar. La sorpresa
no dejaba lugar para palabras.
En vida, Susan había sido una muchacha bonita, pero ahora había alcanzado la
belleza. Una oscura belleza.
La muerte no la había marcado con su sello. En su rostro se veía un tinte como de
rubor, y sus labios, vírgenes de maquillaje, mostraban un rojo intenso y
resplandeciente. Aunque pálida, la frente era admirable, con una piel tersa. Tenía los
ojos cerrados. Una mano descansaba a su lado, y la otra estaba levemente apoyada en
la cintura. Sin embargo la impresión que daba no era de un encanto angelical, sino de
una belleza fría. En su rostro había algo apenas insinuado que a Jimmy le hizo
recordar a las niñas que en Saígón, algunas con menos de trece años, se arrodillaban
ante los soldados en las callejuelas de detrás de los bares. En esas muchachas, la
corrupción no había sido perversión; apenas un conocimiento del mundo que les
había llegado demasiado pronto. El cambio que se había producido en el rostro de
Susan era muy diferente, aunque Jimmy no habría podido decir en qué consistía.
En ese momento Callahan se adelantó y apoyó los dedos contra la carne elástica
del pecho izquierdo.
—Aquí, en el corazón.
—No —repitió Ben—, no puedo.
—Sea usted su amante —le instó en voz baja el padre Callahan— o mejor, sea su
marido. No es para hacerla sufrir, Ben. Es para liberarla. El único que sufrirá será
usted.
Ben le miraba, aturdido. Mark, que había sacado la estaca del maletín de Jimmy,
se la tendió sin decir palabra. Ben la recibió en una mano que a él mismo le pareció
estaba a kilómetros de distancia.
Si no pienso en lo que hago mientras lo hago, entonces tal vez... Pero le sería
imposible no pensar. De pronto le volvió a la memoria un pasaje de Drácula, esa
novela tan entretenida que ahora ya no le parecía nada entretenida. Era lo que decía
Van Helsing a Arthur Holmwood, cuando Arthur debía hacer frente a esa misma tarea
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