Page 334 - El Misterio de Salem's Lot
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llevaban. Sus auténticos sentimientos hacia aquellos clientes de antaño (que, aunque
           la señorita Coogan lo hubiera olvidado, la irritaban tanto como los de ahora) estaban
           nublados  por  la  nostalgia,  de  modo  que  cuando  la  puerta  se  abrió,  levantó

           ansiosamente la cabeza como si esperara ver entrar a alguno de aquellos estudiantes
           de 1964 con su chica, dispuestos a pedirle un batido de chocolate con ración extra de
           avellanas.

               Pero era un hombre, un adulto, alguien a quien la señorita Coogan conocía pero
           que no acababa de identificar. Mientras él acercaba su maleta al mostrador, algo en su
           manera de andar o en el porte de la cabeza le permitieron identificarlo.

               —¡Padre Callahan! —exclamó con sorpresa.
               Jamás le había visto sin ropas sacerdotales. Ahora vestía unos simples pantalones
           oscuros y una camisa de algodón azul como un obrero. .

               De pronto, se sintió asustada. Su aspecto era pulcro y aseado, pero había algo en
           su expresión, algo que...

               Súbitamente,  la  señorita  Coogan  recordó  el  día,  veinte  años  atrás,  que  había
           regresado  del  hospital  donde  su  madre  acababa  de  morir  de  un  derrame  cerebral.
           Cuando ella se lo comunicó a su hermano, el aspecto de él era un poco como el que
           tenía el padre Callahan. Su rostro tenía algo de macilento y condenado, y los ojos

           miraban aturdidos y sin expresión. En la mirada había un ardor consumido, y en torno
           de la boca la piel aparecía roja e irritada, como si se hubiera afeitado con demasiada

           insistencia o hubiera pasado largo rato frotándose con una toalla.
               —Quiero un billete de autobús —pidió.
               Claro,  pensó  ella.  Pobre  hombre,  alguien  ha  muerto  y  acaban  de  llamarle  a  la
           rectoría o como se llame. —Muy bien —respondió—. ¿Adonde?

               —¿Cuál es el primer autobús?
               —¿Hacia dónde?

               —Hacia cualquier parte —fue la respuesta, que echó por tierra su teoría.
               —Bueno... no... a ver —confundida, la señorita Coogan recorrió torpemente el
           horario—. A las 11.10 hay uno a Portland, Boston, Hartford y Nueva Yo...
               —Ése. ¿Cuánto?

               —¿Por cuánto tiempo... quiero decir, hasta dónde? —Su confusión ya no tenía
           límites.

               —Hasta el final —dijo él con indiferencia y sonrió.
               La  señorita  Coogan  no  había  visto  jamás  una  sonrisa  tan  espantosa,  y  se
           estremeció. Si me toca, pensó, gritaré. Gritaré con toda mi alma.

               —E-e-es  decir,  hasta  la  ciudad  de  Nueva  York  —tartamudeó—.  Veintinueve
           dólares.
               Con  cierta  dificultad,  Callahan  se  sacó  el  billetero  del  bolsillo  de  atrás,  y  la

           señorita Coogan advirtió que tenía la mano derecha vendada. Puso ante ella un billete




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