Page 333 - El Misterio de Salem's Lot
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modo, pensaba Ben, era de esperar que cuando por fin llegaran problemas —y graves
           —  a  su  vida  asumieran  esa  tenebrosa  forma  onírica,  fantástica,  preparado  como
           estaba por una existencia dedicada al trato con males simbólicos que cobraban vida

           por las noches, a la luz de una lámpara, para disiparse al amanecer.
               —Me preocupa—comentó Jimmy, en voz baja.
               —Creía que el ataque había sido leve —se asombró Ben—. Que en realidad no

           había sido siquiera un ataque cardíaco.
               —Fue leve, pero la próxima no lo será. Será grave. Si este asunto no se resuelve
           pronto, acabará con su vida. —Suavemente, levantó la mano de Matt para tomarle el

           pulso—. Y eso sería una tragedia—concluyó.
               Junto a la cama de Matt se turnaron para dormir y hacer la guardia. La noche pasó
           sin que Barlow apareciera. Estaba ocupado en otra parte.




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               La señorita Coogan leía un relato titulado «Traté de estrangular a nuestro hijo»,
           en la revista Confesiones de la vida real, cuando por la puerta entró su primer cliente

           de la tarde/
               Jamás  se  había  visto  una  tarde  tan  muerta.  Ruthie  Crockett  y  sus  amigos  no

           habían venido siquiera a beberse una gaseosa —aunque claro que a esa gente uno no
           la echaba de menos—, y Loretta Starcher no había pasado a recoger el New York
           Times,  que  seguía  pulcramente  doblado  bajo  el  mostrador.  Loretta  era  la  única

           persona en Salem's Lot que compraba regularmente el Times (parecía que hasta lo
           pronunciara en cursiva). Al día siguiente lo ponía en la sala de lectura.
               El señor Labree tampoco había ido después de comer, aunque en realidad eso no

           era nada extraño. Labree era un viudo que tenía una gran casa cerca de la finca de los
           Griffen,  y  la  señorita  Coogan  sabía  perfectamente  que  no  iba  a  comer  a  su  casa.
           Cenaba  hamburguesas  y  cerveza  en  la  taberna  de  Dell.  Si  para  las  once  no  había

           vuelto (ya eran las once menos cuarto), la señorita Coogan sacaría la llave del cajón
           de la registradora y se encerraría con llave en el drugstore. No sería la primera vez,
           vaya Pero todos se verían en un lío si aparecía alguien ávido de emborracharse.

               A veces la señorita Coogan echaba de menos la invasión que seguía a las sesiones
           de cine, antes de que hubieran demolido la vieja Sala Nórdica que estaba al otro lado
           de la calle: gente que le pedía helados con soda, batidos y leche malteada, parejitas

           que se tomaban de la mano y hablaban de los deberes escolares para el día siguiente.
           Por  más  que  a  veces  se  hiciera  pesado,  todo  eso  era  sano.  No  eran  chicas  como
           Ruthie Crockett y su grupo, siempre riéndose como tontas y adelantando el busto, y

           con  esos  téjanos  tan  ajustados  que  marcaban  la  línea  de  las  bragas...  cuando  las




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