Page 333 - El Misterio de Salem's Lot
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modo, pensaba Ben, era de esperar que cuando por fin llegaran problemas —y graves
— a su vida asumieran esa tenebrosa forma onírica, fantástica, preparado como
estaba por una existencia dedicada al trato con males simbólicos que cobraban vida
por las noches, a la luz de una lámpara, para disiparse al amanecer.
—Me preocupa—comentó Jimmy, en voz baja.
—Creía que el ataque había sido leve —se asombró Ben—. Que en realidad no
había sido siquiera un ataque cardíaco.
—Fue leve, pero la próxima no lo será. Será grave. Si este asunto no se resuelve
pronto, acabará con su vida. —Suavemente, levantó la mano de Matt para tomarle el
pulso—. Y eso sería una tragedia—concluyó.
Junto a la cama de Matt se turnaron para dormir y hacer la guardia. La noche pasó
sin que Barlow apareciera. Estaba ocupado en otra parte.
26
La señorita Coogan leía un relato titulado «Traté de estrangular a nuestro hijo»,
en la revista Confesiones de la vida real, cuando por la puerta entró su primer cliente
de la tarde/
Jamás se había visto una tarde tan muerta. Ruthie Crockett y sus amigos no
habían venido siquiera a beberse una gaseosa —aunque claro que a esa gente uno no
la echaba de menos—, y Loretta Starcher no había pasado a recoger el New York
Times, que seguía pulcramente doblado bajo el mostrador. Loretta era la única
persona en Salem's Lot que compraba regularmente el Times (parecía que hasta lo
pronunciara en cursiva). Al día siguiente lo ponía en la sala de lectura.
El señor Labree tampoco había ido después de comer, aunque en realidad eso no
era nada extraño. Labree era un viudo que tenía una gran casa cerca de la finca de los
Griffen, y la señorita Coogan sabía perfectamente que no iba a comer a su casa.
Cenaba hamburguesas y cerveza en la taberna de Dell. Si para las once no había
vuelto (ya eran las once menos cuarto), la señorita Coogan sacaría la llave del cajón
de la registradora y se encerraría con llave en el drugstore. No sería la primera vez,
vaya Pero todos se verían en un lío si aparecía alguien ávido de emborracharse.
A veces la señorita Coogan echaba de menos la invasión que seguía a las sesiones
de cine, antes de que hubieran demolido la vieja Sala Nórdica que estaba al otro lado
de la calle: gente que le pedía helados con soda, batidos y leche malteada, parejitas
que se tomaban de la mano y hablaban de los deberes escolares para el día siguiente.
Por más que a veces se hiciera pesado, todo eso era sano. No eran chicas como
Ruthie Crockett y su grupo, siempre riéndose como tontas y adelantando el busto, y
con esos téjanos tan ajustados que marcaban la línea de las bragas... cuando las
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