Page 59 - Un café con sal
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roto cómo el hombre que la había hecho vibrar y hacer conocer la pasión salía del hotel, se metía en
una limusina oscura y se marchaba. William regresaba a su mundo, a su vida, y ella debía continuar
con la suya y olvidar.
Lo ocurrido entre ellos simplemente ocurrió. No merecía la pena darle vueltas a algo que no
había sido nada, excepto una intensa atracción sexual.
Pasaron un día, dos, cinco, diez, quince, veinte y así hasta un mes.
Un tremendo mes en el que Lizzy lo recordó todos los días. Cerraba los ojos y cada canción que
escuchaba le hacía sentir lo sola que estaba y lo mucho que lo echaba de menos. ¿Cómo se podía
haber enamorado de aquel hombre? ¿Por qué no podía olvidarlo y continuar con su vida?
Había escuchado cientos de historias de personas que se enamoraban el primer día y se casaban al
quinto, y nunca las creyó. Nunca había creído en el flechazo, pero allí estaba ella ahora, enamorada
hasta las trancas: era un amor imposible, que estaba a más de mil kilómetros de distancia y del que,
con seguridad, nunca más volvería a saber.
Continuó saliendo con sus amigos. Ellos, sin preguntar por el trajeado con el que la habían visto
los últimos tiempos, volvieron a hacerla sonreír y, como pudo, Lizzy sobrevivió a unos recuerdos
que se negaban a abandonarla ni un solo día.
Cuando algún chico de su edad intentaba ligar con ella, ella lo miraba sin comprender por qué lo
que antes le gustaba ahora le desagradaba por completo.
¿Estar con Willy le había atrofiado el gusto?
Una mañana como cualquier otra, mientras colocaba los cubiertos sobre la mesa para los
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huéspedes, por los altavoces comenzó a sonar Puedes contar conmigo , interpretada por La Oreja de
Van Gogh.
Al oír la canción, suspiró. ¿Por qué? ¿Por qué todo le recordaba a él? Continuó trabajando
cuando, de pronto, oyó tras ella:
—Señorita, por favor.
Esa voz.
Ese tono.
Ese acento.
Se giró temerosa de que todo fuera un sueño. Pero no. Allí estaba él, más guapo que nunca, en
vaqueros y con una camisa oscura de Ralph Laurent, mientras por los altavoces seguía oyéndose la
canción.
Sus ojos se encontraron y William, besándola con la mirada y con una seductora sonrisa,
preguntó:
—Señorita, ¿me sirve un café?
Desde el día en que se había marchado del hotel, no había podido dejar de pensar ni un solo
instante en la joven descarada, alocada, inteligente e independiente que primero le salvó de morir
atropellado, luego le sirvió un café con sal y, después, le cambió la vida.
En su casa de Londres había escuchado mil veces el disco que ella le había regalado en aquella
mágica visita a Toledo y, tras mucho pensarlo, había vuelto a por ella. Lizzy era lo único que le
importaba y se lo tenía que hacer saber, fuera como fuese.
No le importaba la diferencia de edad. No le importaba que sus ideas fueran distintas. Sólo era
relevante lo que el corazón le decía y, por tanto, debía intentarlo una y mil veces más.
Él era un hombre sobrio por naturaleza, e incluso su humor no era el más maravilloso, pero ella,