Page 340 - La máquina diferencial
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Sombrías melodías de los órganos automáticos




                       [Esta carta privada, fechada en julio de 1855, contiene las impresiones de
                  Benjamin Disraeli sobre el funeral de lord Byron. El texto se ha extraído de

                  una  cinta  emitida  por  una  máquina  de  escribir  de  Colt  &  Maxwell.  Se
                  desconoce su destinatario].


               Lady Anabella Byron, con aspecto muy desmejorado, entró del brazo de su hija.
           Parecía un poco aturdida. Tanto la madre como la hija estaban pálidas y fatigadas, y
           aparentaban encontrarse al límite de sus fuerzas. Entonces sonó una marcha fúnebre

           muy fina. El panmelodio sonaba de manera espléndida entre las sombrías melodías de
           los órganos automáticos.

               A  continuación  llegaron  las  autoridades,  en  procesión.  Primero  el  Portavoz,
           precedido  por  heraldos  con  bastones  blancos  y  trajes  de  luto.  Estaba  espléndido.
           Caminaba lentamente, pero con firmeza, impasible y lleno de dignidad. Con un rostro

           casi  egipcíaco.  Un  ujier  llevaba  la  maza  y  él  iba  vestido  con  un  traje  de  bordado
           dorado,  muy  fino.  Luego  venían  los  ministros;  el  secretario  colonial,  tan  gallardo
           como de costumbre. El virrey de la India parecía casi recuperado de su malaria. El

           presidente de la Comisión de Libre Comercio era la viva imagen de la perversidad
           humana, como si se encogiera bajo el peso de una carga de remordimientos.
               Luego la Cámara de los Lores. El lord canciller, absolutamente grotesco, tanto

           más por la figura del sargento de armas que lo acompañaba, con su cadena plateada y
           los grandes lazos de seda blanca en los hombros en señal de duelo. Lord Babbage,
           pálido y erguido, rebosante de dignidad. El joven lord Huxley, esbelto, resuelto en el

           paso,  espléndido.  Lord  Scowcroft,  la  persona  más  volátil  que  jamás  he  conocido,
           vestido con ropa deshilachada, como un sacristán.
               El ataúd llegó con toda solemnidad, sostenido por varios porteadores. El príncipe

           consorte, Alberto, era el más notable de todos ellos y su aspecto era muy extraño, una
           mezcla de deber, dignidad y miedo. Según he oído, estuvo esperando en la puerta,
           farfullando en alemán sobre el hedor.

               Cuando entró el ataúd, la Dama de Hierro pareció envejecer mil años.






















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