Page 341 - La máquina diferencial
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La Dama de Hierro viuda




               Así que ahora el mundo recae en manos de hombres pequeños, de hipócritas y
           burócratas.

               Míralos. Carecen del temple necesario para esta gran obra. La arruinarán.
               Oh,  incluso  ahora  podría  enderezar  las  cosas  con  solo  que  esos  necios  me
           escucharan, pero nunca podría hablar como tú, y ellos no escuchan a las mujeres.

           Eras el gran orador, un pomposo y pintarrajeado saltimbanqui sin una sola idea de
           verdad en la cabeza, sin dotes lógicas, sin otra cosa que tu falsaria perversión, pero a

           pesar de ello te escuchaban; oh, vaya si te escuchaban. Escribías tus tontos libros de
           poesía, donde alababas a Satán, a Caín y el adulterio, repletos de todos los disparates
           imaginarios, y los muy necios los recibían como el maná del cielo. Derribaban las
           puertas de las librerías. y las mujeres se arrojaban a tus pies, ejércitos enteros de ellas.

           Yo nunca lo hice. Pero, claro, conmigo te casaste.
               Era  inocente  entonces.  Aun  en  los  días  de  nuestro  cortejo,  un  reducto  de

           moralidad  de  mi  interior  sentía  repulsión  ante  tus  sibilinas  lisonjas  y  tus  odiosos
           comentarios llenos de dobles sentidos e insinuaciones, pero con todo atisbé en ti una
           promesa  y  decidí  ignorar  mis  dudas.  ¡Qué  rápidamente  las  reviviste  una  vez
           convertidos en marido y mujer!

               Utilizaste cruelmente mi inocencia; me convertí en íntima de la sodomía antes
           incluso de conocer la naturaleza de ese pecado; antes de aprender las palabras de lo

           inefable. Pederastia, manustupration, fellatio. El vicio te era tan propio que no podías
           alejar  de  él  ni  el  lecho  matrimonial.  Me  contaminaste,  al  igual  que  habías
           contaminado a la necia de tu hermana.
               Si  la  sociedad  hubiera  conocido  la  décima  parte  de  lo  que  yo  sé,  te  habrían

           expulsado  de  Inglaterra  como  a  un  leproso.  De  vuelta  a  Grecia,  a  Turquía  y  tus
           catamitas.

               Con qué facilidad podría haberte arruinado, y estuve a punto de hacerlo, de acabar
           contigo,  porque  me  exasperaba  que  no  conocieras,  ni  sintieras  el  menor  deseo  de
           conocer,  la  hondura  de  mis  convicciones.  Busqué  entonces  refugio  en  las

           matemáticas y me mantuve en silencio para seguir pareciendo una buena esposa a los
           ojos de la sociedad, pues aún tenía proyectos reservados para ti, y grandes cosas que
           hacer sin otro medio para alcanzarlas que mi marido. Porque había vislumbrado el

           camino al bien de la mayoría, un bien tan grande que convertía a mis humildes deseos
           en una mera bagatela.
               Charles me enseñó. El decente, brillante e ingenuo Charles, tu opuesto en todos

           los  aspectos;  tan  repleto  de  grandes  planes  y  de  la  luz  pura  de  las  ciencias
           matemáticas,  pero  al  mismo  tiempo  impolítico,  totalmente  incapaz  de  soportar  la
           estupidez de buen grado. Poseía los dones de un Newton, pero carecía de capacidad



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