Page 344 - La máquina diferencial
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El maestro emérito recuerda a Wellington




               El brillo rojizo de una tenue luz de gas. Los rítmicos y resonantes chasquidos y
           chirridos  del  torpedo  perforador  Brunel.  Treinta  y  seis  muelas  del  mejor  acero  de

           Birmingham  que  se  hunden  con  implacable  vigor  en  una  humeante  veta  de  la
           ancestral arcilla de Londres.
               El maestro perforador Joseph Pearson, alegre durante el almuerzo, coge un trozo

           helado de pastel de carne de su tartera y se lo mete en la boca.
               —Sí, yo conocí al gran Mallory —dice, y su voz resuena en los grandes nervios

           de hierro de la estructura perforadora—. No es que nos presentaran exactamente, pero
           era Leviatán Mallory, sin duda, lo sé porque había visto su cara en los periódicos.
           Estaba tan cerca de mí como lo estás tú ahora, muchacho. «¿Lord Jefferies?», me dice
           el Leviatán, todo sorprendido y furioso. «A ese lo conozco. ¡Tendrían que meter en la

           cárcel a ese puñetero bastardo por fraude!».
               El maestro Pearson esboza una sonrisa triunfante y la luz rojiza se refleja en un

           pendiente de oro y un diente de oro.
               —Y vaya si recibió su merecido ese cabrón de Jefferies una vez que terminó el
           hedor.  Leviatán  Mallory  se  encargó  de  ello,  te  lo  aseguro.  Es  un  aristócrata  de  la
           naturaleza, el bueno de Leviatán.

               —Yo he visto ese brontosauro —dice el aprendiz David Waller, con un gesto de
           asentimiento y luz en los ojos—. ¡Es impresionante!

               —Yo estaba trabajando en las excavaciones del 54 cuando desenterraron aquellos
           colmillos de elefante. —El maestro Pearson, con las botas de goma colgadas de la
           plataforma  del  segundo  piso  del  pozo  de  la  excavación,  se  remueve  en  la  estera
           impermeable de fibra de coco y arpillera, y extrae una botellita de champán de uno de

           los  bolsillos  de  su  mono—.  Espumoso  francés,  muchacho.  Es  la  primera  vez  que
           bajas. Tienes que probarlo.

               —No sé, señor. Va contra el reglamento. Pearson descorcha la botella. Sin ruido,
           sin espuma. Le guiña un ojo al joven.
               —Demonios, muchacho, es la primera vez que bajas. No habrá otra primera vez.

           —Tira los posos del té cargado y dulzón de su taza de latón y lo llena hasta el borde
           de champán.
               —Se ha quedado sin gas —se lamenta el aprendiz Waller. Pearson se echa a reír y

           se rasca una protuberancia venosa de su gruesa nariz. —Es la presión, muchacho.
           Espera a que lleguemos arriba. Subirá dentro de ti. Te vas a pedorrear como un buey.
               El  aprendiz  Waller  prueba  el  líquido  con  cierta  precaución.  Una  campana  de

           hierro repica sobre ellos.
               —La  jaula  baja  —dice  Pearson,  mientras  se  apresura  a  cerrar  la  botella.  Se  la
           guarda en el bolsillo, apura la taza y se limpia la boca.



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