Page 342 - La máquina diferencial
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de persuasión.
Yo os reuní. Al principio lo detestabas, te burlabas de él a sus espaldas, y de mí
también, por haberte mostrado una verdad que excedía tu capacidad de
entendimiento. Insistí; te supliqué que pensaras en términos de honor, de servicio,
que pensaras en tu propia gloria, en el futuro de la niña que llevaba en el vientre,
Ada, la extraña niña. (Pobre Ada. No está bien. Hay demasiado de ti en ella.)
Pero me maldijiste tildándome de arpía distante, y te apartaste de mí, ebrio y
furioso. Por el bien de mi gran proyecto, me revestí el rostro con una sonrisa y
descendí al mismísimo abismo. Cómo me atormentó aquello, la vil y viscosa
exploración y la suciedad animal; pero dejé que hicieras lo que te viniera en gana, y
te perdoné, y te mimé y besé por ello, como si me gustara. Y tú lloraste como un
niño, y me diste las gracias, y hablaste de amor eterno y de almas gemelas hasta
cansarte de esta conversación. Y entonces, para hacerme daño, me enseñaste cosas
aterradoras y chocantes con el fin de echarme de tu lado por medio de la repugnancia
y el miedo, pero yo ya no me dejaba asustar; aquella noche estaba preparada para
soportar cualquier cosa. Así que perdoné, perdoné y perdoné, hasta que finalmente no
pudiste encontrar más perversiones ni en los más nauseabundos posos de tu alma, y al
fin te quedaste sin tu máscara, sin nada más que decir.
Imagino que tras aquella noche me cogiste miedo, un poco al menos, y creo que
eso fue muy bueno. Después de aquella noche no volvió a hacerme daño y aprendí a
participar en todos tus «bonitos jueguecitos» y a ganar en ellos. Ese fue el precio que
tuve que pagar para domesticar a tu bestia.
Si existe un juez de los hombres en otro mundo, aunque ya no lo creo, no, en el
fondo de mi corazón; a pesar de que, en algunos momentos, momentos de mal como
estos, tengo la impresión de que siento la presencia de un Ojo que nunca se cierra y
que todo lo ve, y percibo la espantosa presión de su aterradora comprensión. Si existe
un juez, señor mío, no esperes engañarlo a él. No, no presumas de tus magníficos
pecados antes de exigir condenación, pues yo te digo que fue muy poco fue lo que
acabaste por saber al cabo de los años. Tú, el mayor ministro del mayor imperio de la
historia, titubeaste, fuiste débil, trataste de evitar las consecuencias...
¿Estoy llorando?
No tendríamos que haber matado a tantos...
Tendríamos, digo, pero fui yo, fui yo la que sacrificó su fe y su salvación para
convertirlas en negras cenizas en el altar de tu ambición. A pesar de tus pomposas
palabras sobre corsarios y sobre Bonaparte, no había hierro en ti. Hasta lloraste al
pensar en colgar a unos miserables luditas, y no fuiste capaz de encerrar al cruel y
demente Shelley hasta que yo te forcé a ello. Y luego, cuando llegaron los informes
de nuestras agencias, sugiriendo primero, luego solicitando, y al fin exigiendo el
derecho a eliminar a los enemigos de Inglaterra, fui yo quien los leyó, quien puso las
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