Page 346 - La máquina diferencial
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respingo, porque este tipo de cambios siempre significan problemas: un arenal, una
           veta  de  agua  o  algo  peor.  Pearson  y  su  aprendiz  echan  a  correr  hacia  la  cara
           excavadora.

               Desde  las  afiladas  espirales  de  hierro  de  las  treinta  y  seis  muelas  giratorias
           empiezan a caer grandes nubes formadas por virutas de una porquería blanda y negra.
           Del interior de la tierra negra que está perforando la excavadora llegan las pequeñas y

           amortiguadas detonaciones de antiguas bolsas de gas, débiles como el champán de
           Pearson. Sin embargo, no se produce una letal avalancha de agua, ni un corrimiento
           de arenas movedizas. Cautelosamente, avanzan palmo a palmo, detrás del afilado y

           blanco haz de la gran linterna del gran maestro.
               Unos terrones de materia dura de color amarillo aparecen entre el lodo negruzco y
           verdoso.

               —Huesos, ¿no? —dice uno de los trabajadores mientras se lleva un pañuelo a la
           nariz al percibir el olor amargo del polvo—. Parecen fósiles...

               Entonces surge un torrente de huesos y los sistemas hidráulicos del Torpedo se
           estremecen  un  momento  como  reacción,  antes  de  continuar  perforando  la  blanda
           masa. Huesos humanos.
               —¡Un cementerio! —grita Pearson—. ¡Hemos tropezado con un cementerio!

               Pero el túnel es demasiado profundo para eso y hay demasiados huesos, huesos
           enmarañados  como  las  ramas  de  un  bosque  talado,  unidos  en  una  profunda  y

           promiscua masa que, pulverizadas de pronto, despide una vaga peste a fango y azufre
           largo tiempo enterrados.
               —¡Una fosa común de la epidemia! —grita el capataz jefe, aterrado, y todos los
           hombres retroceden atropelladamente. Se produce una sacudida y un siseo de vapor

           cuando el capataz apaga el Torpedo.
               El gran maestro no se ha movido. Permanece inmóvil y en silencio, contemplando

           la obra de las muelas.
               Deja la lámpara a un lado y alarga el brazo hacia la tierra apilada. Introduce en
           ella su brillante garfio y saca algo sujeto por una cuenca ocular. Un cráneo.
               —Ah, vaya —dice, y su profunda voz retumba en el repentino silencio que se ha

           hecho—, pobre y desgraciado bastardo.























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