Page 345 - La máquina diferencial
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Una jaula en forma de bala desciende, pasando con la lentitud de una deposición
por una membrana de cuero rígido. Cuando toca el suelo se producen unos siseos y
crujidos.
Salen dos hombres. El capataz jefe lleva casco, mono y delantal de cuero. A su
lado, con una linterna de bronce, hay un hombre alto de pelo blanco, con un frac
negro y un chaleco de satén del mismo color, y un pañuelo de crespón oscuro
alrededor de un sombrero de copa. A la luz rojiza del túnel, un diamante del tamaño
de un huevo de paloma, o puede que un rubí, resplandece en su garganta. Al igual que
el capataz jefe, lleva las perneras de los pantalones metidas en unas botas altas de
caucho indio.
—El gran maestro emérito —dice Pearson con una sola exhalación entrecortada,
y se pone en pie de un salto. Waller lo imita.
Los dos se ponen firmes cuando el gran maestro pasa a su lado en dirección a la
inmensa cara excavadora del Torpedo. No levanta la mirada ni se fija en ellos, sino
que continúa hablando, con fría autoridad, con el capataz. Examina los remaches, las
juntas y las lechadas con el haz perforador de su linterna. La linterna no tiene asa,
pues el gran maestro sujeta el bronce candente con un fino garfio de hierro que
sobresale de una manga vacía.
—Qué vestimenta más curiosa, ¿no? —susurra el joven Waller.
—Sigue de luto —susurra Pearson.
—Ah —dice el aprendiz. Observa un rato cómo camina el gran maestro—. ¿Aún?
—Conocía a lord Byron como si fuera de su familia. ¡Y también a lord Babbage!
En la era de los disturbios... ¡cuando huían de la policía tory de lord Wellington!
Entonces no eran lores... al menos no lores radicales como Dios manda, sino rebeldes
y agitadores, con precio a sus cabezas. El gran maestro los ocultó una vez en un
escondrijo suyo, un lugar de reunión frecuente del partido. Los lores radicales nunca
olvidaron el favor que les había hecho. Por eso somos el mayor de los sindicatos
radicales.
—Ah.
—¡Es un gran hombre, Davey! Maestro del hierro y gran maestro de la pólvora...
Cuando lo hicieron rompieron el molde.
—Bueno... Debe de tener unos ochenta años, ¿no?
—Y sigue en plena forma.
—¿Cree usted que podríamos bajar, señor? ¿Podríamos verlo de cerca? Me
gustaría estrecharle el famoso gancho.
—Muy bien, muchacho. Pero cuida tus modales. Nada de palabras malsonantes.
Bajan hasta las planchas de madera de la base del túnel. Cuando están acercándose al
gran maestro, el rugido mordiente
del Torpedo cambia repentinamente. La tripulación del gran artefacto da un
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