Page 155 - El manuscrito Carmesi
P. 155

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Cuando le he leído a Moraima estos versos, sin que el rostro se le descompusiera,
               lloró a mares.
                     Las lágrimas resbalaban por sus mejillas libremente. Con las manos cruzadas sobre
               su regazo, me miraba sin parpadear. Al concluir, me ha besado con dulzura en los labios.
                     —No sé si es verdad lo que has dicho, o si será verdad un día. De lo que estoy segura
               es de que tú has hecho lo que debías hacer. Y de que te amo.


                     La compañía de Moraima ha sustituido a la de “Hernán”, que cada noche sale de aquí
               a regañadientes.
                     Sin embargo, en medio del insomnio, a pesar de la ternura de  Moraima que lo
               precede, se me aparece la imagen de Yusuf.
                     Nunca consigo verlo vivo, ni jovial y reidor como era; ni lo veo niño, con su pelo tan
               claro, ni mayor, cuando ya el pelo se le había oscurecido. Lo veo siempre muerto. O veo
               sólo en el  aire su  cabeza, que no me habla,  ni me mira, con una  expresión eclipsada e
               indescifrable. Y huelo el alcanfor que la rodeaba, y siento como si alguien extendiese sobre
               mi rostro los ensangrentados paños que la envolvían.
                     No me importa si mi hermano está en el Paraíso o en el infierno; lo que me importa es
               que no está ya aquí, donde yo gozaba con la eventualidad —más o menos remota, o incluso
               inexistente— de verlo y de abrazarlo.  Y me asalta, como si yo  mismo estuviese a la
               intemperie, la desazón que le producía la lluvia, y el inexplicable temor que le producía la
               luna llena. (De niño se tapaba con la capucha los ojos para no verla, y se daba la vuelta,
               simulando una risa, para que yo no viese su temor.) Y me pregunto dónde estará enterrado
               su cuerpo —su cuerpo solo, descabezado igual que una palmera desmochada—, lejos de
               nuestros antepasados, lejos de las raudas familiares, de los jardines en donde jugamos. Y
               siento caer sobre mí, como dardos, las gruesas gotas de la lluvia que caen sobre su tumba,
               y la luz espesa y malvada de la luna. Y dentro de mí crecen la náusea y el desagrado y el
               terror que crecían en él, como si yo fuera él. Sé que el tiempo de la rosa y el tiempo del
               árbol centenario tienen la misma duración; sé que uno y otro contienen idéntica cantidad de
               vida; pero acaso no es así cuando la muerte se adelanta, cuando la rosa es cortada del
               rosal sin misericordia y a deshora.

                     Anoche puedo jurar que me encontraba bien despierto cuando recibí una caricia.
               Descendió por mi frente y mis mejillas, y se detuvo al llegar a mi barba. Me volví para ver si
               era Moraima que se había despertado; pero dormía.
                     Y he sabido, con más certeza que nada en este mundo, con mucha más seguridad de
               lo que podría expresar, que esa caricia era de Yusuf.
                     Que era de la mano derecha de  Yusuf; de su mano incompleta y  mutilada, pero lo
               bastante poderosa e inalterable como para colmarme de serenidad, y para persuadirme de
               que aún no se ha ido, de que no se va nadie, de que —como promete Moraima, y pienso yo
               del amor— lo que una vez sucede, se queda sucediendo para siempre.  Es la  misma
               impresión de humildad y de grandeza, de plenitud y de vacío, que tuve dentro de la
               Mezquita de Córdoba; toda música cesa, pero para dejar el silencio imprescindible donde ha
               de levantarse la verdadera música, la que no cesa nunca.


                     Moraima y yo, igual que un viejo matrimonio bien avenido cuyos hijos salieron ya del
               hogar en persecución de su destino —como si no fuese él quien nos persigue—, pasamos
               las veladas refiriéndonos historias o jugando al ajedrez.
                     Ella suele ganarme. Ayer mismo ha derrotado a mi rey con un simple peón. A veces
               hace trampas para hacerme ganar, no sea que me sobrevenga el aburrimiento de perder
               casi siempre. Y otras veces soy yo quien hace trampas para intertar ganarle, aunque sin
               resultado.

                                                          155

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   150   151   152   153   154   155   156   157   158   159   160