Page 156 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     —Como la mansa concubina que eres aquí —le he pedido esta noche—, toma el laúd,
               Marién, y distrae a tu dueño.
                     Ella, con su voz densa y caliente, ha cantado un antiguo poema:

                     “Sin cesar  recorro con mis ojos los cielos,  por si viese la estrella que tú estás
               contemplando.

                     A los viajeros de todas las tierras  les pregunto, por si alguno hubiese aspirado tu
               fragancia.

                     Cuando soplan los vientos, les ofrezco mi rostro, por si ellos me trajesen noticias
               tuyas.

                     Por los caminos yerro, sin objeto ni rumbo, por si escucho una canción que me diga tu
               nombre.

                     Furtivamente miro a todo el que me encuentro, por si atisbo en alguno un rasgo que
               recuerde tu hermosura.”

                     Yo, después de besarla, he correspondido con otro poema:

                     “No me tachéis de inconsecuente porque mi corazón haya sido apresado por una voz
               que canta.

                     A veces hay que estar severo, y a veces hay que abandonarse a la emoción: como la
               madera, de la que lo mismo procede el arco de un soldado que el laúd de una bella cantora.”

                     Después, abrazándola con todas las fuerzas de mi amor, le he recitado, como mía,
               aquella declaración de amor de Ibn Hazm de Córdoba:

                     “Quisiera rajar mi corazón, meterte en él, y volver a cerrar después mi pecho, para que
               estuvieses allí, y no habitaras en otro, hasta el Día del Juicio y la Resurrección.
                     Así vivirías en mí mientras que yo existiera, y, a mi muerte, morarías en el fondo de mi
               corazón iluminando las tinieblas del sepulcro.”

                     Las manos cogidas, en un compartido silencio, no hemos vuelto a jugar al ajedrez en
               lo que aún restaba de la noche.


                     Hoy ha venido a despedirse Mencía, la sobrina del comendador.
                     Sus pálidos ojos estaban enrojecidos de llorar.  Durante las últimas semanas había
               hecho muy buenas migas con Moraima. Se intercambiaban menudos y cómplices regalos, y
               se adiestraban la una a la otra en labores de costura y de bordado.
                     “Hernán” había cogido la manía  de gruñirle cada vez que entraba en nuestras
               habitaciones, como si alguien le hubiese hecho el indeclinable encargo de protegernos de
               cualquiera. (Cierto es que “Hernán” se toma atribuciones que no nos son inútiles del todo:
               apenas presiente unas pisadas que nosotros aún no sentimos, se sobresalta, se amosca y
               rezonga, con lo que nos previene de lo que, sin él, nos sorprendería.) La pobre  Mencía,
               deshecha en llanto, nos ha dicho adiós hoy.
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