Page 95 - Tito - El martirio de los judíos
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—Tomaréis Jerusalén, destruiréis el Templo. Su voz expresaba
                sufrimiento.

                Luego se incorporó, desafiando nuevamente las olas, algunas de las
                cuales caían sobre el puente y nos cubrían de espuma y de salpicaduras.


                —Pero mi pueblo sobrevivirá si Vespasiano y luego Tito son
                emperadores de Roma. Las legiones romanas habrán quebrado las
                piedras, derribado las fortificaciones, las torres y las murallas, pero
                nuestra fe permanecerá.


                Dejó que su cuerpo se fuera postrando y quedara sólo retenido por los
                brazos, más estirados aún, más flacos.


                —Sois el castigo que Dios nos inflige por los pecados cometidos —
                añadió—. Quiere castigarnos por habernos dividido, torturado, matado
                y traicionado los unos a los otros.


                Me acordé de Toranio, el cristiano, de sus acusaciones contra los
                sacerdotes judíos, según él responsables de la muerte de Cristo,
                crucificado al haber sido denunciado a los romanos por los judíos.

                —Ese dios, Cristo… —murmuré.


                —Uno de los nuestros, un hijo de nuestro pueblo —contestó Ben
                Zacarías—. Uno de los caídos víctima de nuestras guerras fratricidas.
                Caín mató a Abel. Eran hermanos. Es la desgracia, la maldición que nos
                acecha. ¡Pero Cristo es sólo una de las tantas víctimas de nuestras
                locuras!

                Habló con una voz exaltada, desconocida para mí.


                Su hija se había unido a los zelotes en Jerusalén —me dijo—. Conocía a
                ese Eleazar, a ese Juan de Gischala que los mandaban, aunque fuesen
                rivales entre sí. Eran hombres valientes, pero crueles y depravados.


                —Los zelotes saquean, asesinan, roban a los ricos, violan a las mujeres
                —recalcó Ben Zacarías—. Devoran sus sanguinolentos despojos.
                Adoptan sin rubor costumbres mujeriles. Se acicalan el cabello, llevan
                ropa femenina, se rocían de perfume y se maquillan los ojos para
                realzar su belleza. Les dominan las pasiones, los amores y la impudicia
                de las mujeres. Pero añaden la crueldad a esa depravación. Matan,
                masacran.

                Ben Zacarías se irguió, arqueando el cuerpo, con los dedos agarrados a
                los cordajes.


                —¡Se revuelcan en Jerusalén como si fuera un lupanar, y mancillan toda
                la ciudad con sus actos impuros! —soltó con fuerza.






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